Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.
¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean un fracaso?
Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías: «Rompamos sus coyundas, sacudamos su yugo».
El que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos. Luego les habla con ira, los espanta con su cólera: «Yo mismo he establecido a mi Rey en Sion, mi monte santo».
Voy a proclamar el decreto del Señor: «Tú eres mi hijo: yo te he engendrado hoy.
Pídemelo: te daré en herencia las naciones; en posesión, los confines de la tierra: los gobernarás con cetro de hierro, los quebrarás como jarro de loza».
Ahora, reyes, sed sensatos: escarmentad, los que regís la tierra.
Servid al Señor con temor, rendidle homenaje temblando; aprended la enseñanza, no sea que se irrite y vayáis a la ruina, porque se inflama de pronto su ira.
¡Dichosos los que se refugian en él!
Este salmo es poco leído y aún menos conocido. Su contenido,
tan político, nos puede desconcertar. ¿De qué nos está hablando el salmista?
Para comprenderlo, y después hacer una lectura actual, debemos trasladarnos al
primer milenio antes de Cristo, a la época del reinado de David y sus sucesores
en la ciudad de Jerusalén, sobre la colina de Sion.
Este salmo forma parte de los llamados salmos reales, que
ensalzan la casa de David y la alianza de Dios con la monarquía de Judá. El
mesías del que habla es su ungido: se refiere al rey. Y los pueblos que
conspiran son los reinos alrededor, que se alían para derrotarlo y apoderarse
de su tierra. En este contexto, Yahvé quiere afianzar a su elegido, el rey
davídico. No debe temer, pues Dios es más poderoso que sus enemigos, lo
protegerá y le dará el poder; no sólo sobre su tierra, sino sobre las demás
naciones.
En el evangelio vamos a encontrar palabras similares a las
de este salmo en la escena de las tentaciones de Jesús. Cuando Satán le propone
entregarle todos los reinos del mundo... ¡está intentando ocupar el lugar de
Dios! Quiere tentar a Jesús ofreciéndole el poder para convertirlo en el rey de
su pueblo, el «mesías» político que tantos estaban esperando para que los
liberase del poder de Roma. El diablo casi repite las palabras del salmo: «Tú eres mi hijo,
yo te he engendrado», para halagarlo, tratándolo como hijo de Dios. Esta era
una forma de llamar a los antiguos reyes, como predilectos de la divinidad.
Pero vemos que Jesús rechaza esta oferta: no es un mesías
guerrero y no viene a dominar ni a someter a nadie más que justamente a él, a
Satán. Su poder no vendrá por la fuerza de las armas, sino del amor. Su gran
batalla no será contra los hombres, sino contra el mal.
Una lectura actual
Ahora bien, ¿cómo podemos leer los creyentes de hoy este
salmo? ¿Qué enseñanza podemos obtener de él?
Si no supiéramos nada del trasfondo político del salmo, ni
de la casa de David ni de la historia de Israel, ¿cómo resuenan en nosotros
estas palabras? Leamos despacio...
Los pueblos se amotinan y los poderosos se alían. ¿No vemos
acaso, en el mundo de hoy, cómo unas naciones se unen contra otras, y los
magnates que gobiernan la tierra urden sus planes de conquista y dominio? ¿Y no
vemos, en muchos de estos planes, un ataque contra la fe, contra Dios, contra la
espiritualidad personal y la libertad del alma? Hay que matar a Dios para
liberar al hombre, han dicho. Pero, en vez de liberar, lo han sometido a una
mayor esclavitud: la suya. Los grandes poderes genocidas del siglo XX han sido
decididamente ateos, y su semilla no ha desaparecido. A poco que nos fijemos
veremos sus rastros.
Ante las guerras, las crisis provocadas y los desastres naturales
podemos sentirnos impotentes y pensar que nada tenemos que hacer. ¿Qué puede
hacer un simple mortal contra estos poderosos que están destrozando el planeta
y manipulan a las multitudes? ¿Y qué hace Dios? El salmo responde con humor:
«El que habita en el cielo sonríe, se burla de ellos».
Podemos imaginar a Dios, desde lo alto, mirando a todos esos
poderosos que juegan a ser dioses con cierta compasión y hasta con ironía.
¡Insensatos! Su poder puede durar un tiempo, pero han calibrado mal. No son
dioses, por mucho que lo pretendan, y llegará el día en que caerán. Si no caen
ellos, se derrumbará su obra. Sus planes fatídicos no pueden triunfar, a largo
plazo.
¿Y nosotros? Podemos elegir. ¿Estamos con ellos, los
príncipes de la tierra, o con el señor que habita en el cielo? ¿Vivimos
encogidos ante los poderosos, o confiados y valientes porque nuestro Padre es
más grande? ¿Nos mueve el temor, o nos mueve el amor?
Sepámoslo: somos hijos amados de Dios y él nunca es
derrotado definitivamente. Puede parecer que pierde batallas... pero suyo es el
universo, la humanidad y todo cuanto acontece en la historia. La victoria final
es suya.
«¡Dichosos los que se refugian en él!»
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