De David
Dice el necio para sí: «No hay Dios».
Se han corrompido cometiendo execraciones, no hay quien obre bien.
El Señor observa desde el cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios.
Todos se extravían igualmente obstinados, no hay uno que obre bien, ni uno solo.
Pero ¿no aprenderán los malhechores, que devoran a mi pueblo como pan y no invocan al Señor? Pues temblarán de espanto, porque Dios está con los justos.
Podéis burlaros de los planes del desvalido, pero el Señor es su refugio.
¡Ojalá venga desde Sion la salvación de
Israel!
Cuando el Señor cambie la suerte de su pueblo, se alegrará Jacob y gozará Israel.
«No hay Dios.» Como vemos, el ateísmo no es cosa moderna. Ya
en tiempos antiguos había quienes despreciaban la divinidad y actuaban como si
Dios no existiera. Lo dijo un filósofo, que afirmaba la muerte de Dios: Si
Dios no existe, todo es posible. Es decir, no hay límites éticos para la
acción humana. Cualquier maldad, perversión y atrocidad es posible. No existe
una línea roja que marque la diferencia entre el bien y el mal. La confusión
moral se expande y el crimen se adueña del mundo.
Hoy, la «muerte de Dios» adopta una forma más amable, bien
disfrazada de humanitarismo: tú eres dios. Cada persona es dios de sí mismo y
tiene el poder y la libertad para decidir lo que quiera. Nadie debería imponer
sus límites... salvo el estado o el gobierno de turno, por supuesto. Hay que
salvaguardar un orden social mínimo, incluso por la fuerza. Al final, barrer a
Dios de nuestra vida significa poner en su lugar a otros diosecitos: yo-mismo,
el estado, la ciencia, ciertas ideas, la autoridad de X... o los ídolos que cada
cual venera con fervor, ya sean personajes o inventos humanos geniales.
Es la idolatría, contra la que tanto clamaron los profetas
bíblicos, y que también denuncian algunos salmos. Queremos escapar de Dios para
ser libres y caemos esclavizados por todos estos idolillos que nos someten.
¿Pero no aprenderán los malhechores que devoran a mi
pueblo como pan?, se lamenta el salmista. En el fondo, quienes quieren
borrar a Dios pretenden ocupar su lugar. Si el amor de Dios nos liberaba, ellos
nos someten. Y nos devoran como pan. Primero devoran nuestros bienes, por
medios legales. Después, intentan devorar nuestras mentes y, finalmente,
nuestra alma. ¿Somos conscientes de ello?
Se suele criticar a los creyentes. Algunos intelectuales
ateos nos miran con lástima: pobres ingenuos, dicen. Gente de pocas luces. Idealistas,
no tocan de pies a tierra. El salmista lo tiene muy claro: ¡los llama «necios»!
Son ellos los que carecen de luces y pecan de insensatez. Negar a Dios
presumiendo de inteligencia es la mayor necedad.
El salmista no lo duda: Dios existe. Dios ve. Dios escucha
el clamor del justo oprimido. Y Dios responderá. Muchos que se creían
inteligentes y preclaros quedarán atónitos y confundidos...
Dios tendrá la última palabra.
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