Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor. Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad. Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre. . . . Si la paternidad ha sido tradicionalmente una imagen para describir a Dios, la maternidad no lo es menos. El Dios de Israel, que Jesús nos reveló como “papá”, cercano y bueno, es también maternal. Su amor es comparable a la ternura con que una madre mira a su pequeño, acurrucado en su regazo. Pero aún es mucho mayor. Y así es como el salmo describe la paz. La paz interior, que tantos ansiamos, no se encuentra en las técnicas respiratorias ni ascéticas, ni en hundirse en nuestro abismo interno, ni en apartarse del mundo y buscar el mero silencio exterior. La paz está en dejarse mecer por ese amor tan grande que nos envuelve, como el de una madre. “Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor”. Es a la