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Salmo 131 (130)

Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor.

Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad.

Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.

Espere Israel en el Señor ahora y por siempre.

 . . .

Si la paternidad ha sido tradicionalmente una imagen para describir a Dios, la maternidad no lo es menos. El Dios de Israel, que Jesús nos reveló como “papá”, cercano y bueno, es también maternal. Su amor es comparable a la ternura con que una madre mira a su pequeño, acurrucado en su regazo. Pero aún es mucho mayor.

Y así es como el salmo describe la paz. La paz interior, que tantos ansiamos, no se encuentra en las técnicas respiratorias ni ascéticas, ni en hundirse en nuestro abismo interno, ni en apartarse del mundo y buscar el mero silencio exterior. La paz está en dejarse mecer por ese amor tan grande que nos envuelve, como el de una madre.

“Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor”. Es a la vera de Dios, al calor de su regazo, donde hallamos la paz. Allí encontramos el amor incondicional que ansía nuestro espíritu hambriento. Allí encontramos el perdón, la comprensión, la alegría.

El evangelio de hoy nos recuerda que de nada sirve ser arrogante y querer ocupar el primer puesto. Aspirar a ser el primero es fuente de angustia y de guerra, interior y exterior. Es muy humano tener ambiciones, querer crecer, desarrollarse, aprender más, tener más, hacer más… Pero el hambre del alma es insaciable y solo se alivia cuando nos topamos con Dios. Buscar sustitutos es abocarnos a una carrera sin fin y a un combate sin tregua, con nosotros mismos y con los demás.

Debería bastarnos con recibir tanto amor de Dios y acogerlo. Sabernos amados sin límites no solo nos da paz, sino la lucidez necesaria para vernos tal como somos y ser auténticamente humildes, es decir, realistas.

Ese amor de Dios “acalla y modera” nuestros deseos. Porque, ¿qué son todos los bienes del mundo, todos los poderes, todas las experiencias, al lado de esa certeza de sabernos amados, infinitamente, desde antes de nuestro primer latido hasta más allá de la muerte?

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