De David
Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
La voz del Señor sobre las aguas, El Dios de la gloria ha tronado, el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica. La voz del Señor lanza llamas de fuego, la voz del Señor sacude el desierto [...]
En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» El Señor se sienta sobre las aguas del diluvio, el Señor se sienta como rey eterno.
El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz.
El agua, engendradora de vida y de muerte, vasta, inmensa y
transparente, es un elemento que aparece en multitud de ocasiones en la Biblia.
El agua es símbolo de vida, de potencia, de destrucción y también de
purificación. El agua, que lava y sacia la sed, es también signo de la fuerza
de Dios.
No en vano el rito del bautismo se realiza con el gesto de
verter agua sobre el bautizando; con ese baño se da un renacer a otra vida,
nueva y trascendida.
Ya en el Génesis se nos dice que, al principio de
Sí, Dios es grande y su inmensidad nos puede resultar
temible. Pero en Navidad hemos conocido otro rostro de Dios: el Dios pequeño,
humilde, niño. El Dios que se deja tomar y acariciar. El Dios que no truena ni
retumba, sino que susurra al oído. El que, como dice el estribillo del salmo,
nos bendice con la paz.
¿De dónde nos viene esta paz? No del miedo, pero tampoco del
olvido inconsciente. Nuestra fe nos habla de un Dios que es más que el
universo, pero que, a la vez, se introduce en los recovecos más pequeños y
tiernos de nuestro mundo, arraigando en nuestro corazón. Este salmo nos habla
de aquello que antiguamente se llamaba «el temor de Dios», y que tantas veces
ha sido malinterpretado o confundido. Un teólogo lo explicó muy clara y
bellamente: ese temor no es pánico ni reverencia sumisa, sino la otra cara de
un deseo ardiente, el ansia de nunca perder a Dios, el anhelo de no apartarnos
de su lado, el querer estar siempre, y para siempre, con él. De nuestra
adhesión brota ese grito de alabanza: ¡Gloria a Él!
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