Oración de David
Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
Escucha, Señor, mi justa demanda, atiende a mi clamor; presta oído a mi plegaria, porque en mis labios no hay falsedad. Tú me harás justicia, porque tus ojos ven lo que es recto: si examinas mi corazón y me visitas por las noches, si me pruebas al fuego, no encontrarás malicia en mí.
Mi boca no se excedió ante los malos tratos de los hombres; yo obedecí fielmente a tu palabra, y mis pies se mantuvieron firmes en los caminos señalados: ¡mis pasos nunca se apartaron de tus huellas!
Yo te invoco, Dios mío, porque tú me respondes: inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras. Muestra las maravillas de tu gracia, tú que salvas de los agresores a los que buscan refugio a tu derecha.
Protégeme como a la niña de tus ojos; escóndeme a la sombra de tus alas de los malvados que me acosan, del enemigo mortal que me rodea.
Se han encerrado en su
obstinación, hablan con arrogancia en los labios; sus pasos ya me tienen
cercado, se preparan para derribarme por tierra, como un león ávido de presa,
como un cachorro agazapado en su guarida.
Levántate, Señor, enfréntalo, doblégalo; líbrame de los malvados con tu espada, y con tu mano, Señor, sálvame de los hombres: de los mortales que lo tienen todo en esta vida.
Llénales el vientre con
tus riquezas; que sus hijos también queden hartos y dejen el resto para los más
pequeños.
Pero yo, por tu justicia,
contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia.
Este salmo, compuesto por David en un momento de aprieto y
soledad, puede retratar muy bien cómo nos sentimos cuando nos vemos
injustamente atacados, acosados y escarnecidos.
En la vida conocemos situaciones así. Creemos haber obrado
bien, nos esforzamos por ser justos y por ayudar a los demás. Nuestro corazón
está lleno de buena intención, aunque a veces nos equivocamos. Sabemos, como
dice el salmo, que no hay malicia en
nosotros.
Y, sin embargo, cuando fallamos el mundo nos juzga sin
piedad y muchas personas se levantan contra nosotros, criticándonos con saña.
La tristeza y la ira nos invaden y es fácil que, llevados de una justa
indignación, podamos cometer mayores equivocaciones. ¿Qué hacer?
El salmo nos muestra el camino: rezar. Desprenderse de todo
amor propio. Poner ese dolor en manos de Dios: el dolor de saberse injustamente
acosado, calumniado y despreciado. Es ahora cuando más cerca nos encontramos de
Jesús clavado en cruz. Si él, que fue santo y justo, recibió tal muerte, ¿cómo
nosotros, que no somos tan buenos y fallamos continuamente, no vamos a recibir
golpes e incomprensiones? Decía santa Teresa de Ávila que es entonces, cuando somos injustamente atacados, cuando deberíamos
alegrarnos, porque estamos compartiendo los sufrimientos y la cruz de nuestro
Señor. Recordemos las bienaventuranzas. Compartir la corona de espinas con
nuestro Rey, ¿no ha de ser una carga dulce que aceptaremos soportar con amor?
Jesús se abandonó en brazos del Padre. Así, el salmista
busca refugio en Dios: protégeme a la
sombra de tus alas. Y Dios nos ayudará y nos dará fuerzas. También hará
resucitar nuestro espíritu vapuleado si sabemos confiar en él y no ceder a la
tentación de devolver mal por mal.
El salmo acaba con unos versos que debieran hacernos pensar:
Llénales el vientre
con tus riquezas; que sus hijos
también queden hartos y
dejen el resto para los más pequeños.
Pero yo, por tu
justicia, contemplaré tu rostro,
y al despertar, me
saciaré de tu presencia.
Es decir: Señor, llénales de riqueza, dales lo que quieren…
¡Es una oración por el enemigo! Que obtengan lo que persiguen, si tanto
ambicionan. Y que dejen las migajas para los humildes. Porque la mayor riqueza
a la que yo puedo aspirar no es la gloria, ni el poder, ni el oro. Aquello que
sacia mi alma eres Tú. Cuántas peleas se dan en el mundo por esos falsos
tesoros. Dejemos que corran tras ellos quienes, ciegos, no quieren ver más. Mi
tesoro, mi riqueza, mi bien, está en Ti. Y sólo Tú bastas.
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