Poema de David. Cuando los zifitas vinieron a decir a Saúl: «¿No está escondido David entre nosotros?». Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras; porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios. Pero Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Devuelve el mal a mis adversarios, destrúyelos por tu fidelidad. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno; porque me libraste del peligro, y he visto la derrota de mis enemigos. . . . Qué lejos están del perdón cristiano estos versos: «Devuelve el mal a mis adversarios, destrúyelos...» Sin embargo, esto es innegable: cuando alguien nos causa un daño y acaba mal, algo en nosotros se alegra, no podemos evitarlo. Quizás disimulamos, pero hay una irrefrenable alegría, que podemos llamar malsana, si queremos, o salvaje, o instintiva. ¡Se ha hecho justicia! Este sa