Poema de David.
Cuando
los zifitas vinieron a decir a Saúl: «¿No está escondido David entre
nosotros?».
Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras; porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios.
Pero Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Devuelve el mal a mis adversarios, destrúyelos por tu fidelidad.
Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno; porque me libraste del peligro, y he visto la derrota de mis enemigos.
Qué lejos están del perdón cristiano estos versos: «Devuelve
el mal a mis adversarios, destrúyelos...» Sin embargo, esto es innegable:
cuando alguien nos causa un daño y acaba mal, algo en nosotros se alegra, no
podemos evitarlo. Quizás disimulamos, pero hay una irrefrenable alegría, que
podemos llamar malsana, si queremos, o salvaje, o instintiva. ¡Se ha hecho
justicia!
Este salmo responde a otra situación histórica: David sigue
en aprietos, perseguido por el celoso rey Saúl, y los zifitas lo delatan. David
se enfurece con ellos y clama al cielo. Dios mío, socórreme y dales su
merecido. Es una reacción muy natural pedir protección para salvar nuestra vida
y castigo para los malvados que nos quieren perder.
Estoy segura de que muchas veces nuestras oraciones de
súplica se parecen a este salmo. ¿Son equivocadas? ¿Caemos en un error?
Las oraciones ante Dios no son un examen: no están bien ni
mal, él las acepta todas, porque nos conoce. No nos pondrá nota. No va a
juzgarnos. Lo que está bien es que elevemos nuestra súplica ante él. Lo que
está bien es que pongamos en su regazo nuestras angustias y pesares, como
una ofrenda. Y que dejemos en sus manos la justicia. Él sabrá qué hacer, y lo
hará mejor que nosotros.
Pero volvámonos a las súplicas de este salmo. «El Señor
sostiene mi vida.» En estas palabras descansa nuestra fe y una actitud vital y
existencial de confianza, llena de sentido.
Dios en la Biblia es visto como Señor de la vida, siempre
viviente, el «Dios de vivos, y no de muertos», como dice Jesús. Desde un punto
de vista filosófico, Dios es el que es, la perfección del ser, porque siempre
ha sido, es y será, más allá de las limitaciones del espacio y del tiempo. Dios
es el Ser con mayúsculas.
Por eso nos sostiene a nosotros en la existencia. Somos,
dicen algunos poetas, una llama de la gran hoguera que arde y da origen a todo
cuanto existe. Somos un soplo del aliento de Dios, somos una gota de su mar, un
eco de su voz creadora. Acercarnos a él y a su misterio es volver a nuestros
orígenes, es alimentarnos de nuestras raíces y encontrarnos con lo más genuino
de nuestro propio ser.
Por eso, cuando las dificultades y los peligros nos
amenazan, necesitamos regresar a esa áncora, a esa raíz que nos sostiene y
evita que caigamos en la desesperación. En tiempos de crisis, tanto personal
como social, necesitamos un tiempo para hacer silencio, reflexionar y orar.
Aunque nuestra oración no sea más que una súplica: «Oh Dios, sálvame por tu
nombre. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras».
Dios siempre escucha, no lo dudemos. Otra cosa es que
sepamos oír su respuesta. A veces calla, a veces se toma un tiempo en
responder, porque quizás necesitamos calmarnos y aprender a ver las cosas con
más lucidez… Otras veces responde, pero quizás nosotros no sabemos interpretar
su lenguaje y sus señales.
El salmo reitera la expresión «tu nombre». El «nombre de
Dios», que aparece en el Decálogo y en el Padrenuestro, es algo más que un
nombre. Explica el Papa Benedicto en su libro sobre Jesús que nombrar a alguien
significa que podemos dirigirnos a esa persona, podemos dialogar con ella, como interlocutor. Podemos escucharla y amarla. «El nombre de Dios» nos remite a
un Dios personal, un Dios cercano, amigo. No se trata de una energía cósmica o
de un poder que podamos aplacar o dominar con ciertas artes o ensalmos. Dios
siempre está más allá de nuestra dimensión limitada y temporal pero, al mismo
tiempo, siempre está «más acá», en lo más íntimo de nosotros, sosteniendo
nuestra vida, cuidándonos. Ni un solo cabello caerá, dice Jesús, sin que él lo
sepa. Démosle gracias por su presencia amorosa.
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