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Salmo 22

Salmo de David

 Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Estás lejos de mi queja, de mis gritos y gemidos. Clamo de día, Dios mío, y no respondes, también de noche, sin ahorrar palabras.

¡Pero tú eres el Santo, entronizado en medio de la alabanza de Israel! En ti confiaron nuestros padres, confiaron y tú los libraste. A ti clamaron y se vieron libres, en ti confiaron sin tener que arrepentirse.

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.»

Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica.

Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. 

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel. 


Pocos salmos hay tan dramáticos como este, que expresa con vivas imágenes la angustia del hombre que se siente acosado.

El salmo refleja sentimientos que todos podemos reconocer: la soledad y el abandono frente al mal y el peligro. Conocemos el asedio de los enemigos, que a veces son personas, pero otras veces son calamidades y circunstancias que se nos vienen encima y nos abruman con su peso. Hemos experimentado el dolor íntimo y lacerante, que puede ser físico, por alguna enfermedad, o moral: la sensación de vivir descarnados —puedo contar mis huesos—. Este dolor moral se puede ver agravado por la actitud de quienes nos rodean: la burla, el escarnio, la indiferencia, o el expolio. ¿Nos hemos sentido alguna vez despojados, depredados, blanco de mofas y de desprecio?

Es en estos momentos de la vida cuando la fe, incluso la fe de los que nos decimos creyentes, se tambalea y nos preguntamos el porqué de tanto mal. ¿Qué sentido tiene todo? Si Dios existe, ¿por qué calla? ¿Por qué no actúa? Si confiamos en él, ¿por qué permite que nos suceda todo esto?

Sin embargo, después de desahogar su dolor, vemos cómo el salmista da un giro radical en los últimos versos: Contaré tu fama a mis hermanos, Te alabaré. El que antes se lamentaba, ahora alaba a Dios. Y no sólo esto, sino que invita a los demás a hacer lo mismo. Glorificadlo, temedlo… Esta es una auténtica proclamación de fe. Porque la fe es auténtica cuando cree sin tener evidencia alguna, o contra toda evidencia. Es en medio de las tormentas cuando la fe brilla más, porque es una bandera de esperanza contra toda esperanza.

Este salmo es una invitación a no dejarnos derrotar por el mal ni por las dificultades. Es un grito que nos exhorta a no rendirnos, a no sucumbir. No sólo ante el dolor, sino ante el desánimo. Es tan fácil caer en posturas cínicas o nihilistas, pensar que Dios no existe y que nada tiene sentido… La actitud valerosa es ir a contracorriente, no dejarnos arrastrar por la tristeza, por el victimismo y la desidia espiritual. Jesús, en la cruz, se confía a las manos de Dios Padre. Tras el grito de dolor, ¡tan humano!, hay un abandono confiado en Aquel que sabemos que nos ama. Que sufre con nosotros. Que muere con nosotros. Esta es la imagen de Jesús clavado en cruz: la de un Dios paciente y cercano que comparte con nosotros la máxima fragilidad, el máximo dolor, el máximo límite: la muerte.

Pero, como sugieren las últimas palabras del salmo, Dios responderá a nuestra fe y dará un giro a nuestra existencia. La muerte no es el fin definitivo.

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