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Salmo 24

Salmo de David

Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. 

Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

 

El salmo 24, compuesto para cantar en las grandes liturgias del templo, nos habla de la gente buscadora de Dios. En el mundo son muchas las personas que abrigan el deseo de encontrarlo y de ver su rostro. Los mueve el hambre de eternidad que está inscrito en su interior.

¿Cómo descubrimos a Dios? Para muchos, la contemplación de la naturaleza y su hermosura ya es una evidencia de Dios. Alguien ha tenido que crear este universo, los mares, los montes. Más aún: Alguien tiene que ser el autor de la vida, que ha dado lugar a los seres vivos y al mismo ser humano.

Sin embargo, también son muchas las personas que no ven en la realidad un signo de la presencia de Dios. Las filosofías ateas o materialistas son poderosas y quisieran borrar todo rastro de divinidad en el mundo. La mentalidad moderna ve el mundo como un campo que explorar y explotar; una mina de recursos, casi un producto. No era así en el mundo antiguo, que veía en la naturaleza señales continuas de la presencia divina. Hemos pasado de un universo encantado al mundo convertido en un mercado.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede contemplarlo y estar ante Él? El salmista responde: «el hombre de manos inocentes y puro de corazón». Jesús dirá, en el sermón de la montaña: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

¿Quiénes son los limpios de corazón? Aquellos que están libres de prejuicios, como los niños, capaces de creer y admirar. Los que tienen la mente y el alma abiertas, listas para aprender, despiertas para percibir los signos. 

Esta es la pureza que nos permite descubrir a Dios, no sólo en las maravillas de la naturaleza, sino en Cristo, en la comunidad de la Iglesia y en los demás.

San Juan en su evangelio dice que a Dios jamás nadie le vio, pero que Jesús, su Hijo, lo manifiesta y que, quien le ve a él, ve a Dios. Muchas personas son reticentes y el cristianismo ha sufrido y sufre rechazo justamente por esto. ¿Cómo es posible ver a Dios en una figura humana, por excelente que ésta sea? Por esto lo rechazaron los judíos y por esto mucha gente, hoy, se aleja de la Iglesia. Creen en Dios, pero no en su Hijo, hecho hombre. Creen en cierta idea de la divinidad, pero no en un Dios personal, cercano, dialogante y amante.

Los antiguos hebreos creían en el Dios personal. Por eso se dirigen a Él y le hablan: «Venimos a tu presencia», porque saben que escucha y les dará una respuesta. Nuestra religión es la fe del ser humano que se comunica con Dios. Y el Dios que se comunica responde: da su bendición y hace justicia. ¿Cómo entender la justicia de Dios? No se asemeja a la humana. La justicia de Dios no es un premio, sino un regalo inmenso: su propio amor. Y aún más, él mismo.

Quien a Dios tiene nada le falta. ¡Feliz él! En esto se fundamenta la santidad.

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