Salmo de David
Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino, el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor.
El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará.
Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? Esta frase tiene como telón de fondo la peregrinación de Israel en el desierto y su alianza con Dios, sellada mediante el cumplimiento de la Ley. El templo era móvil: una tienda, rodeada por un espacio donde se ofrecían los sacrificios. Allí moraba el Señor. Hospedarse en la tienda de Dios es entrar en su casa, alojarse en su corazón. La pregunta, ¿quién puede hospedarse ahí?, expresa el deseo de vivir en su presencia y gozar de su protección y amor.
Entre los antiguos israelitas no todos podían acceder al
recinto sagrado donde habitaba Dios. Hacía falta estar puros, es decir,
consagrados, dedicados a él. Y esta pureza se conseguía, entre otras cosas,
cumpliendo los mandamientos.
En el salmo que leemos hoy se recogen varios preceptos que
nos recuerdan el Decálogo, pues forman parte de la Ley de Moisés. Nos hablan de
actuar con honestidad, de ser justos, de no mentir, no calumniar, no robar ni
prestar con usura. Nos exhortan a no hacer mal al prójimo y a temer al Señor.
Se desprende de estos preceptos una moral muy clara, que nos hace reflexionar
sobre muchas situaciones que estamos viviendo hoy. ¡Cuánto cambiarían las cosas
si todos respetáramos estas leyes! Ahora que estamos en plena crisis, ante la
corrupción de jueces y políticos y los abusos que cometen los bancos, el
mandato de practicar la justicia, no prestar con usura y no aceptar sobornos
nos interpela.
Decía C. S. Lewis que es curioso —y triste— que el sistema económico de nuestra sociedad
occidental se apoye justamente en una práctica que las tres grandes religiones
monoteístas condenaron: el préstamo con intereses, es decir, la usura. Esta observación da qué
pensar y nos lleva a un imperativo ético: trabajar, con todas nuestras fuerzas,
para contrarrestar la avaricia, la injusticia y la iniquidad que parecen mover
el mundo. Y procurar no dejarse llevar por estas tendencias, en nuestro ámbito
personal y más privado. Porque tal vez no estamos robando ni prestando
con usura, pero... ¿Cuánta injusticia cometemos cuando juzgamos y difamamos a
alguien que no nos cae bien o nos fastidia? ¿Cuánto daño infligimos con nuestra
arma más letal, nuestra lengua calumniadora y criticona? ¿Cuánto robamos a
aquel a quien no le concedemos un tiempo para escucharle, ayudarle, animarle?
¿Cuánto tiempo le robamos a Dios, cuando no sabemos encontrar ni unos minutos
para él? ¿Cuánto tiempo le robamos a nuestros seres queridos, cuando preferimos
distraernos con el trabajo, o con cualquier cosa, antes que pasar unas horas
con ellos?
Pensemos, muy despacio, cada día, cómo estamos cumpliendo y cómo fallamos a estos mandatos tan sencillos, pero tan necesarios. Y qué podemos cambiar para mejorarnos a nosotros mismos y a los demás. Si nos esforzamos por hacer el bien, con corazón sincero, la tienda del Señor se nos abrirá de par en par y encontraremos la paz.
¿Dónde está la tienda de Dios? Queremos hospedarnos en ella y no nos percatamos de que Dios ha plantado su tienda en el corazón del prójimo.
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