De David. Plegaria en la tribulación
Señor, no me corrijas en tu cólera,
no me castigues con tu furor.
Piedad, Señor, que desfallezco,
cura, Yahvé, mis huesos sin fuerza.
Me encuentro del todo abatido.
Y tú, Señor, ¿hasta cuándo? Vuélvete, Señor,
Libera mi alma, sálvame por tu misericordia.
Porque en el reino de la muerte nadie te invoca,
y en el abismo, ¿quién te alabará?
Estoy extenuado de gemir, baño mi lecho cada noche,
riego de lágrimas mi cama; mis ojos se consumen irritados.
¡Apartaos de mí los malvados!
Que el Señor ha escuchado mi llanto;
el Señor ha escuchado mi súplica;
el Señor acepta mi oración.
¡Que la vergüenza abrume a mis enemigos,
que huyan de inmediato, cubiertos de vergüenza!
De nuevo tenemos a David, atribulado y acosado por sus
enemigos. Este rey vivió una vida muy azarosa, pero, como vemos, jamás se
olvidó de su Señor.
Podemos recitar, despacio, las vehementes frases de este
salmo. Podemos hacerlas nuestras, ¡tantas veces! Cuando nos sentimos enfermos,
abatidos, deprimidos o atados por mil problemas. Cuando alguien ha cometido una
injusticia contra nosotros. Cuando hemos sufrido una pérdida.
Todos conocemos noches insomnes de llanto. Este salmo recoge
ese dolor.
Pero, como dice el refrán, una pena compartida es menos
pena; quien canta su mal espanta. David canta, convierte en música y
verso su clamor, sus lágrimas y su rabia. Cuando no tenemos hermosas alabanzas
que ofrecer a Dios, podemos ofrecerle gritos. Él los acepta.
Y esa oración desesperada, aunque nos parezca indigna, es
una ofrenda para él. Su amor la quema, como incienso, y de ella sale una
fragancia de consuelo. Sí, el Señor escucha nuestro llanto. Ni una sola lágrima
derramada le es indiferente. El Señor acepta nuestra oración, aunque esté
cargada de enojo y reproches. No rechaza nada, lo acoge todo.
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