Salmo de David
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas, repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares. Es,
quizás, el más recitado y cantado de todos. Lo solemos escuchar en funerales,
pero también en ocasiones más alegres y festivas. Es una oración de confianza
total en Dios.
El salmo toma imágenes del Antiguo Testamento propias de los
reyes y las aplica a Dios. Para el pueblo de Israel, de origen nómada, la
imagen de un pastor es muy expresiva: el pastor cuida de las ovejas, las lleva
a buenos pastos, las defiende del peligro y ellas están seguras. Es una imagen
que asociaron a Dios y, posteriormente, a sus reyes y gobernantes. Así, en
Israel un rey era considerado pastor del pueblo, guía y protector. El rey era
el ungido. La vara y el cayado son a la vez símbolo de realeza y de defensa, de
protección.
Nos fortalece saber que Dios está ahí, cercano, como
presencia amorosa que vela por nosotros. Sin embargo, buena parte de nuestra
sociedad moderna, descreída, ha visto en esta fe un consuelo para mentes
simples, o una invención para sentirse amparado por una seguridad ficticia.
Además, la idea de que alguien nos «pastoree» es rechazada. El hombre maduro
debe ser libre y autónomo, nadie tiene por qué guiarlo a ningún sitio: él mismo
es su propio guía y director.
Sólo quien se deja guiar y confía en Aquel que le ama sabe
cuán ciertas son las palabras del salmo. También hay que tener valor para
confiar. Y confiar en Dios supone confiar en las personas que pone en tu
camino, aquellas que sin interés alguno sólo desean tu bien.
A veces los caminos de Dios parecen arriesgados; no son
rectas fáciles que atraviesan llanuras, sino veredas que ascienden montañas
escarpadas. La vida, para quien quiere vivirla con autenticidad, no es siempre
un mar plácido. Pero cuando se escucha y se cuenta con Dios, todo se puede
superar.
Con él, somos capaces de todo. «Todo lo puedo en Aquel en
quien confío», decía san Pablo (Filipenses 4, 13). Y no sólo nos hacemos
fuertes, sino que Dios, que nos ama, nos guía hacia lo que verdaderamente nos
hace crecer y desplegar nuestro potencial, hacia lo que nos hace felices. A
veces hemos de reconocer que él sabe mejor a dónde llevarnos. ¡Tan sólo
necesitamos fiarnos!
El pastoreo de Dios no es una autoridad opresiva, sino un
cuidado amoroso. Estamos muy lejos de esa imagen arcaica y oscurantista de la
religión, que ve la fe como un instrumento de represión que se vale del miedo.
Al contrario, la fe en Dios nos da coraje, ánimo, alegría. Dice el salmista que
la bondad y misericordia acompañan al que se deja guiar por él, todos los días
de su vida.
Habitar en la casa del
Señor es otra imagen hermosa y entrañable: no se trata de una mansión
física, sino del mismo corazón de Dios. Habitar en su casa es vivir en su
presencia, caminar bajo su mirada, contar con él en todo momento. Casa
denota hogar, calidez, familiaridad. El Dios que Israel fue descubriendo a lo
largo de su historia no era un ídolo lejano, caprichoso e insensible a las
necesidades humanas. Era el Dios compasivo, amable y bueno, cuya imagen se
aproximaba mucho al Dios Padre de
Jesús de Nazaret.
Recitar los versos de este salmo con calma, conscientes de
cuanto dicen, nos aporta paz interior, serenidad y valor. Dios nos guía hacia
lo que realmente anhelamos.
Como decía un sacerdote, ¿cuándo nos convenceremos de que
Dios está empeñado, mucho más que nosotros, en que seamos felices?
Dejémonos guiar por él. Confiemos en él. Y la copa de
nuestra vida rebosará.
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