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Salmo 13

Salmo de David

 ¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?

¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?

¿Hasta cuándo he de estar preocupado, con el corazón apenado todo el día?

¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo? 

Atiende y respóndeme, Señor, Dios mío; da luz a mis ojos para que no me duerma en la muerte, para que no diga mi enemigo: «Le he podido», ni se alegre mi adversario de mi fracaso. 

Porque yo confío en tu misericordia: mi alma gozará con tu salvación, y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho.

 

Los salmos de súplica son los más numerosos en el Salterio. Quizás porque nuestra oración, muchas veces, está motivada por la angustia y la desesperación. Cuando no sabemos a quién más recurrir... ¡acudimos a Dios!

Hay momentos en la vida en que Dios parece ocultarnos su rostro. Se esconde, calla, está tapado como el sol tras las nubes. Las cosas nos van mal, los problemas nos angustian, los «enemigos» nos acosan. Y clamamos al cielo.

¡Atiéndeme y respóndeme, Señor, Dios mío! Es una súplica ansiosa y a la vez confiada. Nadie reza si no es porque tiene la esperanza de ser respondido. No hay grito lanzado al cielo que no reciba respuesta.

Pero, a veces, hemos de esperar. Hablamos tanto, lloramos tanto, suplicamos tanto, que Dios calla, paciente, escuchándonos. Él sabe mejor. Muchos problemas necesitan tiempo. Nosotros necesitamos tiempo. Hay dificultades por las que hemos de pasar si queremos crecer. Los salmos nos invitan a atravesar por ellas sin ahorrar ningún paso, pero pasándolas con Dios.

Confiando en él nuestro espíritu descansa y podemos avanzar, aunque sea en medio de la niebla. Y llegará el momento, no dudemos, en que nuestra alma se gozará en la salvación. Quedaremos liberados y cantaremos de gozo. Los dolores de crecimiento, los dolores imprescindibles y que no podemos evitar, pueden convertirse en pequeñas (o grandes muertes). Pero cruzar esa frontera dolorosa, con Dios, no es el fin, sino el preludio de una pequeña (o gran) resurrección.

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