Salmo de David
¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?
¿Hasta cuándo he de estar preocupado, con el corazón apenado todo el día?
¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo?
Atiende y respóndeme, Señor, Dios mío; da luz a mis ojos para que no me duerma en la muerte, para que no diga mi enemigo: «Le he podido», ni se alegre mi adversario de mi fracaso.
Porque yo confío en tu misericordia: mi alma gozará con tu salvación, y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho.
Los salmos de súplica son los más numerosos en el Salterio.
Quizás porque nuestra oración, muchas veces, está motivada por la angustia y la
desesperación. Cuando no sabemos a quién más recurrir... ¡acudimos a Dios!
Hay momentos en la vida en que Dios parece ocultarnos su
rostro. Se esconde, calla, está tapado como el sol tras las nubes. Las cosas
nos van mal, los problemas nos angustian, los «enemigos» nos acosan. Y clamamos
al cielo.
¡Atiéndeme y respóndeme, Señor, Dios mío! Es una súplica
ansiosa y a la vez confiada. Nadie reza si no es porque tiene la esperanza de
ser respondido. No hay grito lanzado al cielo que no reciba respuesta.
Pero, a veces, hemos de esperar. Hablamos tanto, lloramos
tanto, suplicamos tanto, que Dios calla, paciente, escuchándonos. Él sabe
mejor. Muchos problemas necesitan tiempo. Nosotros necesitamos tiempo. Hay
dificultades por las que hemos de pasar si queremos crecer. Los salmos nos
invitan a atravesar por ellas sin ahorrar ningún paso, pero pasándolas con
Dios.
Confiando en él nuestro espíritu descansa y podemos avanzar,
aunque sea en medio de la niebla. Y llegará el momento, no dudemos, en que
nuestra alma se gozará en la salvación. Quedaremos liberados y cantaremos de
gozo. Los dolores de crecimiento, los dolores imprescindibles y que no podemos
evitar, pueden convertirse en pequeñas (o grandes muertes). Pero cruzar esa
frontera dolorosa, con Dios, no es el fin, sino el preludio de una pequeña (o
gran) resurrección.
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