Del siervo del Señor, David, que dirigió al Señor las palabras de esta canción, cuando el Señor lo libró de todos sus enemigos y de las manos de Saúl.
Yo te amo, Señor, tú
eres mi fortaleza.
Yo te amo, Señor, tú eres
mi fortaleza;
Señor, mi roca, mi
alcázar, mi liberador.
Dios mío, peña mía,
refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi
baluarte.
Invoco al Señor de mi
alabanza
y quedo libre de mis
enemigos.
Viva el Señor, bendita sea
mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a
tu rey,
tuviste misericordia de tu
Ungido.
Cuántas veces se ha acusado al cristianismo de ser una
religión de débiles, un consuelo barato, un remedio para someter a los
espíritus inseguros, cargándoles de miedo y de culpa. Ciertamente, para los
creyentes, la fe en Dios es un consuelo, una fuente de fortaleza y de energía
que nos anima en las horas más bajas.
Pero los versos de este salmo no reflejan miedo ni estrechez
de corazón. Al contrario, exultan de alegría porque quien canta se siente
fuerte, seguro, protegido y bendecido. Sobre todo, se siente amado.
El cantor del salmo reconoce la pequeñez humana. Quien
pronuncia estos versos hace suya aquella frase de san Pablo: «Todo lo puedo en
Aquel que me conforta». Con Dios, el más débil y quebradizo se hace fuerte.
Dios es una auténtica fortaleza, un baluarte, una roca que no falla.
A lo largo de la historia, y con el vertiginoso progreso
técnico y científico que ha experimentado Occidente, los humanos nos hemos
creído poderosos e invencibles. Liberarse de Dios era un paso más en la
emancipación y madurez de la especie humana. Podría parecer que ya no
necesitamos una fortaleza ni un escudo protector. Nos bastamos a nosotros
mismos.
Los avatares de la historia nos han mostrado, sin embargo,
que la vida desarraigada de Dios se convierte en un absurdo abismal. Sin el
apoyo de esa Roca somos hojas secas llevadas por el viento. El vacío y el azar
nunca podrán saciar nuestra hambre de plenitud.
Volver a Dios, buscar su refugio, no es fabricarse un
consuelo artificial. Sentirse amparado en Dios es la experiencia del que abre
su corazón, su mente y su espíritu, y regresa al verdadero hogar del hombre, el
corazón del Padre, que es puro Amor. Quien recupera esas raíces profundas del
ser, anclado en Dios, experimenta protección y bendición, y se ve imbuido de
una fuerza que supera en mucho sus limitadas capacidades humanas.
Las palabras de este salmo son una bella oración para
pronunciar cada día, o siempre que nos sintamos acosados por el miedo o las
dificultades. ¡No desfallezcamos! Tenemos un Defensor al que nada, ni nadie,
puede abatir.
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