Salmo de David
Extirpe el Señor los labios embusteros y la lengua fanfarrona de los que dicen: «La lengua es nuestra fuerza, nuestros labios nos defienden, ¿quién será nuestro amo?».
El Señor responde: «Por la opresión del humilde, por el gemido del pobre, yo me levantaré y pondré a salvo al despreciado».
Las
palabras del Señor son palabras auténticas, como plata limpia de ganga,
refinada siete veces. Tú nos guardarás,
Señor, nos librarás para siempre de esa gente.
Los malvados merodean mientras crece la corrupción entre los hombres.
Al rey David le tocó lidiar con tiempos difíciles y gentes
peligrosas, como se desprende de estos versos. Pero las tribulaciones de David
son las de todos nosotros. ¿Cuántas veces hemos sentido que el mundo está lleno
de mentira e hipocresía? ¿Cuántas veces nos ha indignado la corrupción
reinante, los fallos de la justicia, la desigualdad y el mal trato que
recibimos de las instituciones que nos gobiernan?
Lenguas embusteras... A poco que indaguemos, veremos que el
espacio público está lleno de discursos engañosos. La política y la publicidad
son falaces: nos seducen con mensajes demagógicos y nos prometen mucho. Pero
después, más que dar, arrebatan. «Los malvados merodean», se lamenta David. Y,
mientras tanto, comienza a imperar una mentalidad del «sálvese quien pueda»:
todo el mundo se espabila a medrar sin el menor escrúpulo. Si no lo hago yo, lo
hará otro.
¿Tan corrupta es la naturaleza humana? Este salmo expresa un
deseo sincero de bondad, de justicia, de honradez. Y se dirige a Dios, quizás
porque es el único que puede limpiar tanta corrupción. Pone en boca del Señor
estas palabras: «Por la opresión del humilde, por el
gemido del pobre, yo me levantaré y pondré a salvo al despreciado». Las
personas hemos de creer, de una vez por todas, que la bondad y la solidaridad
también son un impulso genuino en el ser humano. Pero hemos de cultivarlo y
dejarlo crecer, alimentado por el amor de Dios, que es el gran justo, el gran
defensor del más débil, el compasivo que se apiada de todos.
Frente a las palabras mendaces, la palabra de Dios es plata
pura, limpia, preciosa. Y la tenemos a nuestro alcance, en las sagradas
escrituras, en las celebraciones litúrgicas, cada día si queremos. Esta palabra
no sólo es veraz y limpia, sino densa, llena de contenido. No tiene ganga, dice
el salmista. En ella no hay paja ni demagogia: es buen alimento. Con esta
palabra se puede contrarrestar la mentira con la verdad.
Unidos a él podemos cambiar nosotros y empezar a esparcir, a
nuestro alrededor, un poco de luz.
Este salmo es un eco de la última petición del Padrenuestro:
Líbranos del mal. De las malas personas y del Mal con mayúscula, que nos
acecha. De todo mal. Amén.
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