Lamentación de David a causa de Cus, el benjaminita
Señor, Dios mío, a ti me acojo,
líbrame de mis perseguidores y sálvame.
Que no me atrapen como leones y me desgarren sin remedio.
Señor, Dios mío: si soy culpable, si hay crímenes en mis
manos, si he devuelto el mal a mi amigo,
si he protegido al opresor injusto,
que el enemigo me persiga y alcance,
que me pisotee vivo por tierra,
aplastando mi honor contra el polvo.
Levántate, Señor, con tu ira, álzate contra el furor
de mis adversarios; acude, Dios mío, a defenderme
en el juicio que has convocado.
El Señor es juez de los pueblos. Júzgame, Señor, según tu
justicia, según la inocencia que hay en mí.
Cese la maldad de los culpables, apoya tú al inocente,
tú que sondeas el corazón y las entrañas, tú, el Dios justo.
Yo daré gracias al Señor por su justicia,
tañendo para el nombre del Señor altísimo.
De nuevo encontramos en estos versos al rey David,
perseguido por alguien que desea su ruina. Me pregunto si, cada vez que nos
vemos en aprietos, somos capaces de elevar a Dios una plegaria, convertida en
poema de auxilio y de gratitud. Aún antes de ser socorrido, David ya está
alabando el nombre de Dios. Da gracias antes de recibir la ayuda. ¡Tal es su
confianza! David sufre, pero no duda.
Este salmo habla también de justicia. Necesitamos entender
su contexto para poder interpretarlo. Estamos hablando de una época dura, hace
tres mil años, en el Oriente Próximo. Un rey se enfrenta a los enemigos que
amenazan su trono. El ambiente es peligroso y la muerte acecha tras cada
esquina. Dios es el refugio de David: en él confía y se sostiene para afrontar
las dificultades. Y David pide justicia, un juicio implacable que castigue a
los enemigos. Hemos de entenderlo en la mentalidad de entonces.
Jesús vino a dar un giro a esta justicia divina, vista por
ojos humanos. Él nos mostró que la justicia de Dios es magnanimidad extrema:
hace llover sobre justos y pecadores; ama a todos, malos y buenos. Dios no
detiene al malvado, y eso lo vemos en la Cruz. Pero tampoco deja de socorrer al
inocente. La justicia de Dios brilla el primer día de la semana, con la
resurrección.
Acogidos al amparo de Dios, no nos libraremos de la cruz.
Pero el Señor que sondea los corazones nos conoce y nos ama. Sabe que tampoco
somos inocentes del todo. Pero, de la misma manera que permite que el dolor nos
esculpa, también nos ofrecerá una vida renovada, bañada en gracia y en su amor.
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