Salmo de David
Que te escuche el Señor el día del peligro, que te sostenga el nombre del Dios de Jacob; que te envíe auxilio desde el santuario, que te apoye desde el monte de Sion.
Que se acuerde de todas tus ofrendas, que le agraden tus sacrificios; que cumpla el deseo de tu corazón, que dé éxito a todos tus planes.
Nos alegraremos con tu salvación y en el nombre de nuestro Dios alzaremos estandartes; que el Señor te conceda todo lo que pides.
Ahora reconozco que el Señor da la victoria a su Ungido, que lo ha escuchado desde su santo cielo, con los prodigios de su mano victoriosa.
Unos
confían en sus carros, otros en su caballería; nosotros invocamos el nombre del
Señor, Dios nuestro.
Ellos cayeron derribados, nosotros nos mantenemos en pie.
Señor, da la victoria al rey y escúchanos cuando te invocamos.
Este es un salmo regio que ensalza a David, como ungido,
amado y predilecto de Dios. La fidelidad del rey a su Dios le comporta toda
clase de bienes y bendiciones: victoria sobre sus enemigos, éxito en sus
planes, auxilio y protección.
Podemos leerlo poniéndonos en el lugar de David. Los
cristianos, que hemos sido bautizados, también somos ungidos, hijos amados de
Dios. También él desea acompañarnos y protegernos en el camino de nuestra vida.
¿Y nosotros?
Podemos optar por confiar sólo en nosotros mismos, en
nuestras capacidades y en nuestro poder personal. Aupados en la autoestima,
«empoderados», como se dice hoy, ¡lo podemos todo! Quizás triunfemos y
alcancemos el éxito, confiados en nuestros carros y en nuestra caballería,
es decir, con nuestras armas y talentos personales.
David, siendo como fue un gran guerrero y gobernante capaz,
que no vaciló a la hora de ejercer su poder y estableció un reino con
inteligencia, nos muestra otra cara en estos salmos. Su fortaleza se sustenta
en Dios. No se atribuye el mérito a sí mismo, sino al Señor que lo salva.
¿Puede parecer falsa modestia, o fe ciega?
No, es la humildad del que sabe que todo, incluso sus éxitos y sus
fortalezas, no son exclusivamente suyos, sino obra de Dios.
Cuando nos apoyamos
en él, y no sólo en nuestras fuerzas, algo cambia. La ansiedad por el éxito ya
no nos agobia, y el temor al fracaso tampoco nos frena. Estamos en manos de
Dios.
Sabernos amados por él nos da una fuerza inquebrantable: nos
permite saborear el éxito sin enorgullecernos y superar el fracaso sin
hundirnos. Todo el mundo, incluso los
triunfadores, conoce momentos bajos en su vida. Muchos caen derribados y se
desesperan. Quienes se apoyan en Dios, como dice el salmo, se mantienen en pie.
El salmo repite tres veces una misma idea, de diferente
forma: que se cumpla el deseo de tu corazón, que dé éxito a todos tus
planes y que el Señor te conceda todo lo que pides. Hay en el
evangelio una frase similar que pronuncia Jesús, cuando una mujer cananea le
pide, insistentemente, que cure a su hija. ¿Qué le dice Jesús? Que te suceda
como tú deseas (Mateo 15, 28).
Si contamos con Dios, él nos dará aquello que más anhelamos.
Porque nuestros deseos no le son ajenos, y es su alegría darnos aquello que nos
da vida y plenitud.
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