Salmo de David
El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra.
Sin
que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe
su lenguaje.
Allí
le ha puesto su tienda al sol: él sale como
el esposo de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino. Asoma por un extremo del cielo y su órbita llega al otro
extremo: nada se libra de su calor.
La
ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel
e instruye a los ignorantes.
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
El temor del Señor es puro y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Más
preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal
que destila.
También
tu siervo es instruido por ellos y guardarlos comporta una gran recompensa. ¿Quién conoce sus faltas?
Absuélveme de lo que se me oculta. Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré limpio e inocente del gran pecado.
Que te agraden las palabras de mi boca y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío.
Cuando oímos hablar de leyes y normas, en seguida nos viene
a la mente la idea de restricción, de coacción, incluso de pérdida de libertad.
En cambio, en este salmo leemos que la ley del Señor produce en sus fieles un
efecto totalmente contrario a la represión.
Es una ley que proporciona alivio y paz: «descanso del
alma». Es educativa: «instruye al ignorante». Causa alegría al corazón, otorga
clarividencia y sabiduría. No es como tantas leyes humanas que sirven para
controlar a las gentes, a veces de forma injusta, por muy legales que sean.
La ley de Dios tiene otras cualidades. Las leyes humanas
cambian y lo que ayer era legal hoy incluso puede ser un crimen, y viceversa.
Pero la ley divina es perfecta e inmutable. Así lo reza el salmo: es
eternamente estable. ¿Por qué? Porque es pura, perfecta y verdadera. Porque no
procede de la voluntad humana ni de intereses egoístas, sino del amor de Dios.
La ley de Dios, en realidad, es la ley del amor, como Jesús enseñó. Y el amor, efectivamente, tiene sus mandatos y opera un efecto en quienes se rigen por él. No hay que entender la palabra «mandato» como una obligación impuesta; Dios quiere nuestra fidelidad y no es posible ser fiel sin ser libre. El mandato significa una necesidad prioritaria, un imperativo básico, de la misma manera que para sobrevivir es imperativo respirar, comer y descansar lo suficiente.
¿Qué consecuencias tiene seguir esta ley? El autor de estos versos lo sabía muy bien. Seguir la ley del Señor otorga serenidad, alegría y sabiduría. Es una ley que nos libera de las peores opresiones: nuestro orgullo, nuestros prejuicios, nuestro egocentrismo, nuestros miedos. Es una ley que nos hace humildes e intrépidos a la vez, porque el amor no conoce temor ni se endiosa. Esta ley nos ayuda a vivir con plenitud.
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