Aleluya. Alabad al Señor en su templo,
alabadlo en su fuerte
firmamento;
2alabadlo por
sus obras magníficas,
alabadlo por su inmensa
grandeza.
3Alabadlo
tocando trompetas, alabadlo con arpas y cítaras; 4alabadlo con
tambores y danzas,
alabadlo con trompas y
flautas; 5alabadlo con platillos sonoros, alabadlo con
platillos vibrantes.
6Todo ser que
alienta alabe al Señor. ¡Aleluya!
. . .
¡Salmo final! Con
redobles, arpas, cítaras y un aleluya que llega hasta las puertas del cielo. Se
dice que la última palabra es la definitiva, la conclusiva, la más importante.
Las últimas palabras de un hombre antes de morir, la última palabra de un discurso,
de una canción, de un poema. El broche de oro.
Las últimas palabras del salmo son de alabanza.
Hay santos que dicen que la única oración que, en realidad,
deberíamos pronunciar, es la alabanza.
Hay teólogos que afirman que toda forma de oración, en el
fondo, es una alabanza.
La liturgia pascual de las iglesias ortodoxas empieza entonando este
último verso del salterio con timbres luminosos: ¡Todo el ser que alienta alabe
al Señor!
Cierta vez, un monje de Poblet explicaba a los visitantes del monasterio que lo más importante en esta vida eran tres cosas: tocar con los pies en
tierra, alzar la mirada al cielo y respirar. Porque con estos tres gestos
estamos resumiendo el último verso del último salmo: la oración suprema, el
acto de adoración más genuino.
Que todo ser que respira alabe al Señor. Respiramos: estamos
vivos. Tocamos tierra, porque somos tierra y reconocemos nuestro cuerpo, materia
mortal; y alzamos los ojos al cielo porque tenemos un alma que nos impulsa a
buscar lo eterno, la voz y la mirada de Dios.
Todo cuanto hacemos puede ser oración, dicen los místicos.
El trabajo, el estudio, una conversación, la escucha, el afecto, el ocio y hasta
el negocio. ¿Podemos hacer las cosas de tal manera que se conviertan en una
ofrenda agradable a Dios?
Este salmo final nos invita a convertir toda nuestra vida en
un acto de adoración.
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