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Salmo 150

 

Aleluya. Alabad al Señor en su templo,

alabadlo en su fuerte firmamento; 

2alabadlo por sus obras magníficas,

alabadlo por su inmensa grandeza. 

3Alabadlo tocando trompetas, alabadlo con arpas y cítaras; 4alabadlo con tambores y danzas,

alabadlo con trompas y flautas; 5alabadlo con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes.

6Todo ser que alienta alabe al Señor. ¡Aleluya!

. . .

¡Salmo final! Con redobles, arpas, cítaras y un aleluya que llega hasta las puertas del cielo. Se dice que la última palabra es la definitiva, la conclusiva, la más importante. Las últimas palabras de un hombre antes de morir, la última palabra de un discurso, de una canción, de un poema. El broche de oro.

Las últimas palabras del salmo son de alabanza.

Hay santos que dicen que la única oración que, en realidad, deberíamos pronunciar, es la alabanza.

Hay teólogos que afirman que toda forma de oración, en el fondo, es una alabanza.

La liturgia pascual de las iglesias ortodoxas empieza entonando este último verso del salterio con timbres luminosos: ¡Todo el ser que alienta alabe al Señor!

Cierta vez, un monje de Poblet explicaba a los visitantes del monasterio que lo más importante en esta vida eran tres cosas: tocar con los pies en tierra, alzar la mirada al cielo y respirar. Porque con estos tres gestos estamos resumiendo el último verso del último salmo: la oración suprema, el acto de adoración más genuino.

Que todo ser que respira alabe al Señor. Respiramos: estamos vivos. Tocamos tierra, porque somos tierra y reconocemos nuestro cuerpo, materia mortal; y alzamos los ojos al cielo porque tenemos un alma que nos impulsa a buscar lo eterno, la voz y la mirada de Dios.

Todo cuanto hacemos puede ser oración, dicen los místicos. El trabajo, el estudio, una conversación, la escucha, el afecto, el ocio y hasta el negocio. ¿Podemos hacer las cosas de tal manera que se conviertan en una ofrenda agradable a Dios?

Este salmo final nos invita a convertir toda nuestra vida en un acto de adoración.

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