¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!
Ensalzaste tu majestad sobre los
cielos.
Cuando contemplo el cielo, obra de tus
dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre para que te acuerdes
de él,
el ser humano, para mirar por él?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad;
le diste el mando sobre las obras de tus manos.
Todo lo sometiste bajo sus pies.
Rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo,
las
aves del cielo,
los peces del mar que trazan sendas por
el mar.
¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es
tu nombre en toda la tierra!
Es uno de los pocos salmos que cantamos, casi al completo,
en nuestras celebraciones. Con música alegre, rebosando admiración y gratitud,
estos versos son una alabanza a Dios por las maravillas de la creación.
El salmo 8 nos lleva al primer capítulo del Génesis, que
describe la creación. Los autores de este escrito reflejan una visión asombrada
ante la belleza del mundo y las maravillas de la naturaleza. ¡Es todo tan
hermoso, tan perfecto, tan grande!
Pero junto a la visión admirada de la creación, surge una
aguda consciencia de la pequeñez del ser humano. Al lado de tanta maravilla,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él? Una motita de polvo en el
universo, polvo de estrellas que vive hoy y mañana muere, una vida efímera en
los miles de millones de años que dura el tiempo...
Somos nada, pero a los ojos de Dios somos alguien. Nos ha
mirado, y nos ha dado un poder inmenso. En el Génesis se dice que Adán dio
nombre a los seres vivos. Escuchamos las frases: procread y someted.
Sí, nuestra inteligencia creativa, similar a la de Dios, ha dominado el mundo,
para bien y para mal. La ciencia ha logrado grandes avances, y también ha
provocado terribles amenazas. No parece sino que Dios nos ha dado poder sobre
la vida y la muerte... ¡siendo tan poca cosa! Nos ha coronado, aunque esta gloria
pueda convertirse en una tentación peligrosa. Somos capaces de un enorme bien,
pero también del mal.
La visión que hoy predomina en el mundo es muy pesimista. La
naturaleza es buena y hermosa, pero el ser humano es maligno. El pensamiento
ecologista no lo considera un ser admirable, coronado de gloria, sino una
especie de plaga, un cáncer del planeta. Se ha perdido la fe, no sólo en Dios,
sino en el ser humano. Estamos cayendo en un nihilismo que llega a predicar, en
ciertos ambientes, la necesidad de exterminio de la especie humana. Sin
nosotros, la Tierra estaría mejor... Es un enorme sentimiento de culpa y
desesperación que se nos está inculcando de diversas maneras.
El pensamiento bíblico no es así. Reconoce que la creación
no es nuestro patrimonio, sino un bien cedido por Dios, que hemos de saber
cuidar y administrar. Reconoce la maldad humana y la potencia del mundo
natural, que a veces parece «vengarse» de nuestros abusos. Pero nunca desprecia
al ser humano, nunca lo condena ni lo da por perdido. Siendo pequeño, es
inmenso. Siendo casi nada, es amado por Dios.
El salmo 8 nos invita a situarnos con equilibrio en medio
del mundo: sin renunciar a nuestro poder, pero amando y respetando la creación
que nos es dada. La clave para conseguir este equilibrio es la gratitud ante
Dios, fuente de nuestra existencia. Con gratitud podremos mirar la creación, a
Dios y a nosotros mismos como lo que realmente somos. Y veremos que todo lo que
ha hecho Dios, si no lo estropeamos, es bueno, y muy bueno.
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