Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.
Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal.
El primero de todos los salmos expresa un deseo íntimo del ser humano: el anhelo de felicidad.
El profeta Jeremías (Jr 17, 5-8) nos habla de dos tipos de
persona: la que sólo confía en sí misma, en su fuerza y en su riqueza, y la que
confía en Dios. El que deposita su fe en las cosas materiales o en sí mismo es
como cardo en el desierto; el que confía en Dios es árbol bien arraigado que
crece junto al agua. Son casi las mismas palabras del salmo: aquel que confía
en Dios crecerá y dará buen fruto. Dios es el agua inagotable de la que beberá,
y su espíritu jamás se marchitará. En cambio, el impío, aquel que no reconoce a
Dios y quiere enraizar en cosas mundanas, acabará arrastrado por el viento.
El salmo también conecta con las bienaventuranzas del
evangelio (Lucas 6, 17-26). Más allá de leer las
bienaventuranzas como una apología del pobre y del oprimido, hemos de ver en
ellas una alabanza de los que siguen a Dios a todas; dejarán a un
lado su ego para lanzarse a anunciar la palabra de Dios, como Jesús mismo.
Las bienaventuranzas son, en realidad, un retrato de Jesús y del profeta
auténtico, el que dice la verdad sin miedo y, por ello, es rechazado y llora
ante la incomprensión. Como consecuencia de ese rechazo, sufrirá, será
despojado de sus bienes, será perseguido y difamado. Su pobreza será seguir
fiel y apoyarse sólo en Dios. Estas son palabras dirigidas especialmente a los
discípulos y, por tanto, a los cristianos de hoy, llamados a ser apóstoles.
Esta lectura es revolucionaria y resulta especialmente
subversiva hoy, donde tanto se predica el «ámate a ti mismo», «descúbrete a ti
mismo», «confía en ti mismo». Nuestra sociedad occidental ha endiosado al
hombre y parece que todo cuanto ansía nuestro corazón está dentro de nosotros.
También se idolatran ciertos valores, como el bienestar económico, el
reconocimiento social, la fama, la ciencia y la tecnología. Se nos repite una y
otra vez que es en nosotros mismos y en la amplia oferta del mundo donde podemos
encontrar nuestra felicidad, y muchos caemos en la trampa de creerlo.
En cambio, pocas voces nos recuerdan que confiar solamente en
nosotros mismos, o en tantas cosas que brillan a nuestro alrededor, es un error
que nos lleva al abismo. La única tierra firme donde podemos anclar, echar
raíces y crecer, desplegando todo aquello que podemos ser, es el amor de Dios.
Quien confía en Dios por encima de todo, quien medita y vive
su ley —mi ley es el amor, ¡nos recuerda Jesús! — ese gozará de una vida plena,
hermosa, profunda. Una vida que no estará exenta de dificultades ni de dolor,
porque vivir con autenticidad es ir a contracorriente y nos toparemos con la
burla, la oposición y la incomprensión de muchos. Incluso nuestros seres
queridos o más cercanos pueden rechazarnos por querer vivir poniendo a Dios en
el centro de nuestra vida. Pero la recompensa será grande… y no sólo en el más
allá, sino aquí en la tierra.
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