Poema de David
¡Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado!
¡Dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito, en cuyo espíritu no hay engaño!
Mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo Todo el día, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí.
Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito. Propuse: "Confesaré mis faltas al Señor". ¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!
Tú eres mi refugio, tú me libras del peligro y me rodeas de cánticos de liberación. Te instruiré y te enseñaré el camino a seguir.
No seáis irracionales como caballos y mulos, cuyo brío hay
que domar con freno y brida, si no, no puedes acercarte.
Los malvados sufren muchas penas; al que confía en el Señor, la misericordia lo rodea.
¡Alegraos, justos, y gozad con el Señor! ¡Aclamadlo los de corazón sincero!
Este salmo penitencial canta la bondad de Dios y la
liberación inmensa que supone el perdón.
El perdón, en un plano puramente psicológico, tiene una
tremenda fuerza sanadora. El perdón limpia, libera, deshace los nudos
interiores, desata la alegría y devuelve las ganas de vivir. Pero, para vivir
una experiencia verdaderamente liberadora y gozosa del perdón son necesarias al
menos dos cosas.
La primera es la consciencia de pecado. Hoy día se tiende a
eliminar todo trazo moral de nuestra cultura. Muchos dicen: «no hay pecado,
sólo hay ignorancia». O bien afirman que el pecado es un invento de la Iglesia
para dominarnos. Quienes así hablan olvidan que la naturaleza humana es
consciente, es sensible y posee un sentido innato de lo moral, de lo que es
bueno, verdadero y bello. Y por eso una mente despierta en seguida sabe si ha
obrado bien o mal y siente el peso de la culpa cuando es responsable de algún
daño.
«Había pecado, lo reconocí, no te escondí mi delito», reza
el salmo. La persona que reconoce sus males, la que no tiene doblez, está en
camino de recibir el perdón y liberarse. El problema es cuando queremos tapar
nuestros fallos y pretendemos engañarnos a nosotros mismos y a los demás con
excusas o máscaras de bondad y conveniencia. Tal vez podremos ocultar nuestros
pecados, pero nunca podremos liberarnos de la culpa, y ésta nos devorará por
dentro.
Y la segunda cosa es aceptar la bondad de quien nos perdona.
Quizás aún conservamos el miedo a un Dios severo y juez. Pero los salmos nos
recuerdan una y otra vez que Dios es compasivo y siempre tiene la mano tendida
para perdonar. A quien está sinceramente arrepentido, jamás le tiene en cuenta
sus males y lo ama. El padre del hijo pródigo es su vivo retrato. Decía un gran
teólogo que Dios es tremendamente olvidadizo. No recuerda nuestros pecados para
echárnoslos en cara. No conserva un historial de agravios. Para Él, lo que
importa es el corazón abierto, dispuesto a dar y recibir amor. Como afirma el papa Francisco en su
libro El nombre de Dios es misericordia, Dios busca siempre una
rendija por donde entrar y darnos su perdón.
El salmo sigue desgranando en sus versos el gozo desbordante
de quien se siente perdonado. «Me colmas con la alegría de la salvación». Es
salvado quien se sabe y se siente amado. Es salvado quien acepta el amor y
quiere amar. Y quien es amado exulta y se regocija. El arrepentimiento sincero
es el primer paso: el perdón es una fiesta.
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