Ir al contenido principal

Salmo 38 (37)

Salmo de David. En memoria.

Señor, no me corrijas con ira, no me castigues con cólera. 

Tus flechas se me han clavado, tu mano pesa sobre mí. No hay parte ilesa en mi carne a causa de tu furor; no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados.

Mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas. Tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne; estoy agotado, deshecho del todo; rujo con más fuerza que un león. 

Señor mío, todas mis ansias están en tu presencia, no se te ocultan mis gemidos; siento palpitar mi corazón, me abandonan las fuerzas y me falta la luz de los ojos. 

Mis amigos y compañeros se alejan de mí, mis parientes se quedan a distancia; me tienden lazos los que atentan contra mí, los que desean mi daño me amenazan de muerte, todo el día murmuran traiciones.

Pero yo, como un sordo, no oigo; como un mudo, no abro la boca; soy como uno que no oye y no puede replicar.

En ti, Señor, espero, y tú me escucharás, Señor, Dios mío; esto pido: que no se alegren por mi causa; que, cuando resbale mi pie, no canten triunfo.

Porque yo estoy a punto de caer, y mi pena no se aparta de mí: yo confieso mi culpa, me aflige mi pecado. 

Mis enemigos están vivos y son poderosos, son muchos los que me aborrecen sin razón, los que me pagan males por bienes, los que me atacan cuando procuro el bien.

No me abandones, Señor; Dios mío, no te quedes lejos;  ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación.

. . .

Este salmo penitencial recoge la voz de un enfermo caído en desgracia, quizás culpable de un delito o pecado, o quizás no. Podemos leerlo cuando nos sintamos enfermos, doloridos, profundamente abatidos. Y también cuando sintamos la peor de las tristezas: la soledad.

¿Quién no se ha sentido así alguna vez? Físicamente molido, con las espaldas ardiendo, agotado, deshecho del todo, gimiendo como un león herido... O emocionalmente hundido, sin fuerzas, sin la luz de los ojos, es decir, con el alma amortecida.

Cuando una desgracia nos abate, ya sea una enfermedad grave, una pérdida o la traición de personas cercanas y queridas, podemos clamar al cielo. ¡El salmista lo hace! Y las expresiones que dirige a Dios son crudas: Señor, no me corrijas con ira, tus flechas se me han clavado, tu mano pesa sobre mí... Son muchas las personas que sienten que, ante una desgracia inmerecida, Dios las está castigando. ¿Por qué me envías esto, Señor?

El salmo recuerda la indignación de Job, que protestaba ante Dios por sus desdichas y sus llagas. Dios mío, si yo he sido justo, ¿por qué me estás golpeando con esta enfermedad? ¿Por qué me golpeas con tu furor?

Los misterios del mal y de la muerte nos acechan. Como no podemos explicarlos, solemos reaccionar de tres maneras. O nos resignamos, con amargura. ¡Es lo que hay! O nos rebelamos contra Dios y contra el cielo. ¡No hay Dios! O bien optamos por alzar la mirada al cielo, sí, para quejarnos, pero también para pedir auxilio.

La voz del salmista es sincera: mi pena no se aparta de mí, yo confieso mi culpa, me aflige mi pecado. No pretende ser totalmente bueno e inocente, no juega a ser víctima ante Dios. Pero tampoco calla su dolor. Es la persona que ha tocado su extrema fragilidad y ya sólo puede implorar ayuda. La voz del orante es confiada.

No me abandones, Dios mío, no te quedes lejos. Es una voz que resuena con la del salmo 22, el que recitó Jesús clavado en la cruz. No, Dios jamás nos abandona, aunque no sepamos por qué nos permite pasar por tanto dolor. Desde la oración, podemos darle un sentido. Muchas enfermedades y pruebas nos enseñan algo que debíamos aprender. Otras veces, son la consecuencia de una vida entregada, como la de Cristo. El discípulo no es menos que el maestro. Tal vez seguir a Jesús y ser coherentes con nuestra fe nos comporte rupturas, traiciones y ataques de personas amigas. Tal vez nos lleve a situaciones de dolor. Es entonces cuando, abrazados a la cruz, podemos invocar con él al Padre del cielo. En ti, Señor, espero. Tú me escucharás.

Dios a veces calla, pero jamás deja de escuchar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Salmo 1

Dichoso el hombre que ha puesto su confianza  en el Señor. Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos,  ni entra por la senda de los pecadores,  ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia:  da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas;  y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos,  pero el camino de los impíos acaba mal. El primero de todos los salmos expresa un deseo íntimo del ser humano: el anhelo de felicidad.  El profeta Jeremías (Jr 17, 5-8) nos habla de dos tipos de persona: la que sólo confía en sí misma, en su fuerza y en su riqueza, y la que confía en Dios. El que deposita su fe en las cosas materiales o en sí mismo es como cardo en el desierto; el que confía en Dios es árbol bien arraig...

Salmo 4

Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor. Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío; tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración. Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?» En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo.   Este salmo es una preciosa oración para abrir el espíritu y dejar que la paz, la paz de Dios , la única que es auténtica, nos vaya invadiendo, poco a poco, y calme nuestras tormentas interiores. El salmo habla de sentimientos y situaciones muy humanas: ese aprieto que atenaza nuestro corazón cuando estamos en dificultades o sufrimos carencias; esa falta de luz cuando parece que Dios está ausente y el mundo se nos cae encima. Los problemas nos abruman y podemos tener la sensación, muy a menudo, de que vivimos abandonados y aplastados bajo un peso enorme. Dios da anchura, Dios alivia, Dios arroj...

Salmo 5

Señor, escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis gritos de auxilio, Rey mío y Dios mío. ¡A ti te suplico, Señor! Por la mañana escuchas mi voz,  por la mañana expongo mi causa y quedo a la espera. Tú no eres un Dios que ame la maldad, ni es tu huésped el malvado;  no resiste el arrogante tu presencia. Detestas a los malhechores, acabas con los mentirosos; al hombre sanguinario y al traicionero los aborrece el Señor. Pero yo, por tu gran bondad, me atrevo a entrar en tu Casa,  a postrarme en tu santo Templo, lleno de respeto hacia ti. Guíame, Señor, con tu justicia, responde a mis adversarios,  allana el camino a mi paso. Castígalos, oh Dios, haz que fracasen sus planes; Expúlsalos por sus muchos crímenes, porque se han rebelado contra ti. Que se alegren los que se acogen a ti, con júbilo eterno; Protégelos, que se llenen de gozo los que aman tu nombre. Tú bendices al inocente, Señor, y como un escudo lo rodea tu favor....