Salmo de David. En memoria.
Señor, no me corrijas con ira, no me castigues con cólera.
Tus flechas se me han clavado, tu mano pesa sobre mí. No hay parte ilesa en mi carne a causa de tu furor; no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados.
Mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas. Tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne; estoy agotado, deshecho del todo; rujo con más fuerza que un león.
Señor mío, todas mis ansias están en tu presencia, no se te ocultan mis gemidos; siento palpitar mi corazón, me abandonan las fuerzas y me falta la luz de los ojos.
Mis
amigos y compañeros se alejan de mí, mis parientes se quedan a distancia; me tienden lazos los que atentan contra mí, los que desean mi
daño me amenazan de muerte, todo el día murmuran traiciones.
Pero
yo, como un sordo, no oigo; como un mudo, no abro la boca; soy como uno que no oye y no puede replicar.
En
ti, Señor, espero, y tú me escucharás, Señor, Dios mío; esto pido: que no se alegren por mi causa; que, cuando resbale
mi pie, no canten triunfo.
Porque
yo estoy a punto de caer, y mi pena no se aparta de mí: yo confieso mi culpa, me aflige mi pecado.
Mis enemigos están vivos y son poderosos, son muchos los que me aborrecen sin razón, los que me pagan males por bienes, los que me atacan cuando procuro el bien.
No me abandones, Señor; Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación.
. . .
Este salmo penitencial recoge la voz de
un enfermo caído en desgracia, quizás culpable de un delito o pecado, o quizás
no. Podemos leerlo cuando nos sintamos enfermos, doloridos, profundamente
abatidos. Y también cuando sintamos la peor de las tristezas: la soledad.
¿Quién no se ha sentido así alguna
vez? Físicamente molido, con las espaldas ardiendo, agotado, deshecho del
todo, gimiendo como un león herido... O emocionalmente hundido, sin
fuerzas, sin la luz de los ojos, es decir, con el alma amortecida.
Cuando una desgracia nos abate, ya sea
una enfermedad grave, una pérdida o la traición de personas cercanas y
queridas, podemos clamar al cielo. ¡El salmista lo hace! Y las expresiones que
dirige a Dios son crudas: Señor, no me corrijas con ira, tus flechas se me
han clavado, tu mano pesa sobre mí... Son muchas las personas que sienten
que, ante una desgracia inmerecida, Dios las está castigando. ¿Por qué me
envías esto, Señor?
El salmo recuerda la indignación de
Job, que protestaba ante Dios por sus desdichas y sus llagas. Dios mío, si yo
he sido justo, ¿por qué me estás golpeando con esta enfermedad? ¿Por qué me
golpeas con tu furor?
Los misterios del mal y de la muerte
nos acechan. Como no podemos explicarlos, solemos reaccionar de tres maneras. O
nos resignamos, con amargura. ¡Es lo que hay! O nos rebelamos contra Dios y
contra el cielo. ¡No hay Dios! O bien optamos por alzar la mirada al cielo, sí,
para quejarnos, pero también para pedir auxilio.
La voz del salmista es sincera: mi
pena no se aparta de mí, yo confieso mi culpa, me aflige mi pecado. No
pretende ser totalmente bueno e inocente, no juega a ser víctima ante Dios.
Pero tampoco calla su dolor. Es la persona que ha tocado su extrema fragilidad
y ya sólo puede implorar ayuda. La voz del orante es confiada.
No me abandones, Dios mío, no te quedes lejos. Es una
voz que resuena con la del salmo 22, el que recitó Jesús clavado en la cruz.
No, Dios jamás nos abandona, aunque no sepamos por qué nos permite pasar por
tanto dolor. Desde la oración, podemos darle un sentido. Muchas enfermedades y
pruebas nos enseñan algo que debíamos aprender. Otras veces, son la
consecuencia de una vida entregada, como la de Cristo. El discípulo no es
menos que el maestro. Tal vez seguir a Jesús y ser coherentes con nuestra
fe nos comporte rupturas, traiciones y ataques de personas amigas. Tal vez nos
lleve a situaciones de dolor. Es entonces cuando, abrazados a la cruz, podemos
invocar con él al Padre del cielo. En ti, Señor, espero. Tú me escucharás.
Dios a veces calla, pero jamás deja de escuchar.
Comentarios
Publicar un comentario