Tú eres mi Dios y protector, ¿por qué me rechazas?, ¿por qué voy andando sombrío, hostigado por mi enemigo?
Envía
tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo,
hasta tu morada.
Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, y te daré gracias al son de la cítara, Dios, Dios mío.
¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué gimes dentro de mí?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo: «Salud de mi rostro, Dios mío».
. . .
Luz y sombra, angustia y salvación. Estos son los
claroscuros de este salmo de súplica y gratitud. Estos son los colores de
nuestra vida, donde se suceden las nubes y el sol; los momentos felices ante el
Dios de mi alegría y las noches oscuras de congoja.
¿De dónde vienen nuestras tristezas más profundas? De la
ausencia de Dios. Y quizás no tanto porque él se aleje, sino porque nosotros,
abrumados y despistados, nos hemos alejado de él. Hemos perdido el camino,
hemos dejado que los problemas nos cubran como un paraguas, que impide que nos
bañe el sol.
Y es entonces cuando nos invade el sentimiento más amargo:
sentirse abandonado, rechazado por Dios. Quien alguna vez ha experimentado este
dolor, sabe cuán agudo es. La ausencia total de Dios es el infierno.
Pero aún nos queda la voz. Voz para clamar, voz que espera
contra toda esperanza. Si aún podemos llamar a Dios, responderá. Pidamos, sin
cansarnos, su luz y su verdad.
Es hermosa la manera de describirlo: Salud de mi rostro,
Dios mío. Sí, Dios es nuestra salud, la salud de nuestro cuerpo y de
nuestra alma. Y es nuestro. Podemos llamarlo mío, porque se nos da. No
es un Dios presente y distante, sino próximo y amante. Toda la Biblia está
salpicada de esas imágenes de Dios como esposo, novio, padre, madre, que quiere
ser nuestro, y que nos quiere hacer suyos. Tú serás mi pueblo, yo seré tu
Dios. El verso del Cantar de los Cantares también define esta relación
íntima y estrecha: mi amado es para mí, y yo soy para él. También en los
momentos de ausencia.
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