De los hijos de Coré. Canto de amor.
Me brota del corazón un poema bello, recito mis versos a un rey; mi lengua es ágil pluma de escribano. Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia, el Señor te bendice eternamente.
Cíñete al flanco la espada, valiente: es tu gala y tu orgullo; cabalga victorioso por la verdad, la mansedumbre y la justicia, tu diestra te enseñe a realizar proezas. Tus flechas son agudas, los pueblos se te rinden, se acobardan los enemigos del rey.
Tu trono, oh Dios, permanece para siempre, cetro de rectitud es tu cetro real; has amado la justicia y odiado la impiedad: por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros.
A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos, desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas.
Hijas de reyes salen a tu encuentro, de pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida a tu pueblo y la casa paterna, prendado está el rey de tu belleza; póstrate ante él, que él es tu Señor.
Las traen entre alegría y algazara, van entrando en el palacio real. A cambio de tus padres tendrás hijos, que nombrarás príncipes por toda la tierra.
Quiero hacer memorable tu nombre por generaciones y generaciones, y los pueblos te alabarán por los siglos de los siglos.
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Este salmo es un cántico de bodas, dedicado a algún rey de
Israel, quizás Salomón, o alguno de sus descendientes. Los versos alaban la
figura del rey como elegido y favorito de Dios, casi igual a él. Reúne en sí
las mejores virtudes de un rey, según el ideal antiguo: hermoso de cuerpo,
fuerte, apuesto. Guerrero victorioso ante sus enemigos, gobernante justo y
benevolente con su pueblo. Temido, amado y elogiado, en su palacio lo espera su
esposa y otras doncellas, hijas de reyes.
La tradición cristiana ha hecho una lectura trascendente de
este salmo. El rey es Dios, la novia es su pueblo, antiguamente Israel; hoy, la
Iglesia.
Los versos finales de este salmo son especialmente escogidos
en las fiestas dedicadas a la Virgen María.
El salmo relata los esponsales de una reina terrenal; el
evangelio nos muestra los esponsales místicos de otra reina divina, el sí de
María a su Señor, Dios mismo.
El salmo nos muestra a la reina cubierta de oro y
engalanada, agasajada por princesas y envuelta de esplendor. En el evangelio de
la anunciación vemos a María recibida por Isabel, su prima, que la alaba con
gozo desbordante. María no está enjoyada de oro, pero sí está cubierta de la
gloria de Dios, que se manifiesta en una alegría exultante.
De pie a tu derecha está la reina... Ella ocupa un
lugar preeminente, de confianza, de honor junto al soberano. Nuestra fe también
proclama que María es reina de
Y más hermoso aún: el salmo nos habla de un rey que está
prendado de la belleza de la reina. También Dios se enamoró del corazón de
María, de su bondad, de la belleza de su alma, y por eso quiso ir a habitar en
ella y hacerla madre de su Hijo. La boda es la mejor metáfora humana, quizás,
para expresar un amor tan grande.
También dice el salmista: hija, inclina tu oído, olvida
tu pueblo y la casa paterna… Este verso tiene una lectura aún más profunda.
Cuando Dios llama y uno escucha, la vida cambia. Ya no hay vuelta atrás. Seguir
su llamada, responder a su amor, implica dejar el pasado y superar la estrechez
de los vínculos familiares y el hogar que nos vio nacer. Entramos a formar parte
de una nueva familia, un nuevo hogar, un nuevo reino.
Seguir a Dios y abrirse a su amor significa desprenderse de
muchos lastres y herencias, no sólo físicos, sino mentales y espirituales. Para
seguirle es necesario caminar ligero, como lo hizo María, que fue presurosa a
la montaña para encontrarse con su prima. Y para ir ligero todo sobra, menos
el amor.
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