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Salmo 79 (78)

Salmo de Asaf.

Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad, han profanado tu santo templo, han reducido Jerusalén a ruinas. 

Echaron los cadáveres de tus siervos en pasto a las aves del cielo, y la carne de tus fieles a las fieras de la tierra. Derramaron su sangre como agua en torno a Jerusalén, y nadie la enterraba. 

Fuimos el escarnio de nuestros vecinos, la irrisión y la burla de los que nos rodean. ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre enojado? ¿Arderá como fuego tu cólera? 

Derrama tu furor sobre los gentiles que no te reconocen y sobre los reinos que no invocan tu nombre, porque han devorado a Jacob y han asolado su mansión. 

No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios, Salvador nuestro, por el honor de tu nombre; líbranos y perdona nuestros pecados a causa de tu nombre. 

¿Por qué han de decir los gentiles: «Dónde está su Dios»? Que a nuestra vista conozcan los gentiles la venganza de la sangre de tus siervos derramada. 

Llegue a tu presencia el gemido del cautivo: con tu brazo poderoso, salva a los condenados a muerte. 

¡Devuelve siete veces más a nuestros vecinos la afrenta con que te afrentaron, Señor! 

Mientras, nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de generación en generación.

. . .

Asaf, el salmista, quizás presenció con sus propios ojos la conquista de Jerusalén a mano de los ejércitos babilonios. Quizás sus versos plasman las duras imágenes que quedaron impresas en ellos para siempre: el Templo profanado, la matanza y los cadáveres, la sangre derramada por las calles, la destrucción por doquier. Y después, la burla de los pueblos vecinos, y la de aquellos que fueron a habitar una tierra medio despoblada, mezclándose con los campesinos humildes que quedaron para recoger los despojos.

Dolor, destrucción, muerte y humillación. El salmo recoge el lamento de un pueblo devastado. En ruinas, pero no derrotado. Indignado, el salmista reclama venganza, ¡siete veces la afrenta recibida! Porque Babilonia no sólo ha aplastado al pueblo, sino que ha ofendido a su Dios. Era propio del mundo antiguo identificar un reino o una ciudad con su dios local; atacar a la gente significaba ultrajar a su dios.

Siglos más tarde, Jesús sufriría en su propia carne la burla de sus enemigos: ¿Dónde está tu Dios?, lo increpaban. ¿Por qué tu Padre del cielo no te protege? Clavado en la cruz, Jesús también oró con un salmo, gritando al cielo. Pero Jesús no clamó venganza. Él, que había enseñado a los suyos que hay que perdonar setenta veces siete no quiso que su Padre acudiera a castigar a sus enemigos. El Dios que nos revela Jesús se aleja de este guerrero vengador de los salmos. Dios deja que maten a su Hijo. Dios calla. Dios parece ausente... Pero su respuesta será increíblemente más poderosa que siete venganzas. Nada puede el poder del mal ante la resurrección.

Con Jesús, oremos confiados en este Dios Padre que nos ama como a ovejas de su rebaño. Él nos conducirá. Él nos hará resucitar, muchas veces a lo largo de nuestra vida, y de manera definitiva antes de entrar en la otra.

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