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Salmo 97 (96)

El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables.

Tiniebla y nube lo rodean, justicia y derecho sostienen su trono. 

Delante de él avanza el fuego, abrasando en torno a los enemigos; sus relámpagos deslumbran el orbe, y, viéndolos, la tierra se estremece. 

Los montes se derriten como cera ante el Señor, ante el Señor de toda la tierra; los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria. 

Los que adoran estatuas se sonrojan, los que ponen su orgullo en los ídolos. Adoradlo todos sus ángeles. 

Lo oye Sión, y se alegra; se regocijan las ciudades de Judá por tus sentencias, Señor; porque tú eres, Señor, Altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses. 

Odiad el mal los que amáis al Señor: él protege la vida de sus fieles y los libra de los malvados. 

Amanece la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. Alegraos, justos, con el Señor, celebrad su santo nombre.

. . .

Este salmo es un cántico de ensalzamiento a Dios, creador de la naturaleza portentosa y también rey de los destinos de la humanidad. El cielo y la tierra se estremecen ante su presencia, hasta los montes se derriten ante él. Adorar es reconocer su grandeza y postrarse ante su presencia.

Si la naturaleza entera adora a Dios, ¿cómo no lo harán los humanos, su criatura predilecta? Pero la religiosidad humana se multiplica en creencias, cultos y dioses. El salmo es una crítica a los idólatras, los que adoran estatuas, es decir, obras artificiales, salidas del ingenio y la mano del hombre. Dios está por encima de todos ellos, con sus ángeles. O quizás es que... los demás dioses no existen.

Con ojos modernos podemos leer este salmo como una oración de reconocimiento a Dios. Lo admiramos por haber dado origen al universo; todo lo creado es una obra de arte que habla de su creador. No adoramos la creación, sino al Artista que la hizo. Pero ¿qué sucede? Que a menudo la humanidad adora la obra, ignorando al artista, y no sólo eso, sino que acaba adorando la obra ya no de Dios, sino la humana. Hoy son muchas las personas que adoran la naturaleza como si fuera divina. Se habla de la Madre Tierra como de una diosa; del Sol como de un dios creador; del Universo como si fuera un padre benefactor que otorga sus bienes... Y otros, menos místicos, adoran la ciencia, la filosofía, la razón, la política, el estado o la tecnología. Todas ellas estupendas y necesarias, pero, a fin de cuenta, ¡obras humanas! Que pueden fallar o desviarse de un buen fin hacia un fin destructivo. ¿Cómo podemos adorar lo que no es más que una obra nuestra, cuando somos tan falibles y contradictorios?

Odiad el mal, dice el salmo. No es bueno odiar. Pero sí rechazar el mal, alejándonos de él como de la peste. Y añade: Amanece la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. El justo es aquel que reconoce a Dios y se conoce a sí mismo. Actúa con bondad, imitando la generosidad de Dios. Su recompensa será ver la luz cada día y levantarse con ánimo y el corazón lleno de alegría. Es esa alegría, la que da el amor, la que jamás se agota.

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