El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables.
Tiniebla y nube lo rodean,
justicia y derecho sostienen su trono.
Delante de él avanza el
fuego, abrasando en torno a los enemigos; sus relámpagos deslumbran el
orbe, y, viéndolos, la tierra se estremece.
Los montes se derriten
como cera ante el Señor, ante el Señor de toda la tierra; los cielos
pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria.
Los que adoran estatuas se
sonrojan, los que ponen su orgullo en los ídolos. Adoradlo todos sus ángeles.
Lo oye Sión, y se alegra; se
regocijan las ciudades de Judá por tus sentencias, Señor; porque tú eres,
Señor, Altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses.
Odiad el mal los que amáis
al Señor: él protege la vida de sus fieles y los libra de los malvados.
Amanece la luz para el
justo, y la alegría para los rectos de corazón. Alegraos, justos, con el Señor,
celebrad su santo nombre.
. . .
Este salmo es un cántico de ensalzamiento a Dios, creador de
la naturaleza portentosa y también rey de los destinos de la humanidad. El
cielo y la tierra se estremecen ante su presencia, hasta los montes se
derriten ante él. Adorar es reconocer su grandeza y postrarse ante su presencia.
Si la naturaleza entera adora a Dios, ¿cómo no lo
harán los humanos, su criatura predilecta? Pero la religiosidad humana se multiplica
en creencias, cultos y dioses. El salmo es una crítica a los idólatras, los que
adoran estatuas, es decir, obras artificiales, salidas del ingenio y la
mano del hombre. Dios está por encima de todos ellos, con sus ángeles. O quizás
es que... los demás dioses no existen.
Con ojos modernos podemos leer este salmo como una oración
de reconocimiento a Dios. Lo admiramos por haber dado origen al universo; todo
lo creado es una obra de arte que habla de su creador. No adoramos la creación,
sino al Artista que la hizo. Pero ¿qué sucede? Que a menudo la humanidad adora
la obra, ignorando al artista, y no sólo eso, sino que acaba adorando la obra
ya no de Dios, sino la humana. Hoy son muchas las personas que adoran la
naturaleza como si fuera divina. Se habla de la Madre Tierra como de una diosa;
del Sol como de un dios creador; del Universo como si fuera un padre benefactor
que otorga sus bienes... Y otros, menos místicos, adoran la ciencia, la
filosofía, la razón, la política, el estado o la tecnología. Todas ellas
estupendas y necesarias, pero, a fin de cuenta, ¡obras humanas! Que pueden
fallar o desviarse de un buen fin hacia un fin destructivo. ¿Cómo podemos adorar
lo que no es más que una obra nuestra, cuando somos tan falibles y
contradictorios?
Odiad el mal, dice el salmo. No es bueno odiar. Pero
sí rechazar el mal, alejándonos de él como de la peste. Y añade: Amanece la
luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. El justo es
aquel que reconoce a Dios y se conoce a sí mismo. Actúa con bondad, imitando la
generosidad de Dios. Su recompensa será ver la luz cada día y levantarse con ánimo
y el corazón lleno de alegría. Es esa alegría, la que da el amor, la que jamás
se agota.
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