De David
Sé la roca de mi refugio, Señor.
A ti, Señor, me acojo; no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, ponme a salvo, inclina tu oído hacia mí; ven aprisa a librarme.
Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia.
Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.
Es
hermoso pronunciar las palabras de este salmo en momentos de duda, inquietud y
temor. Es reconfortante saber que Dios nos sostiene siempre, como roca firme.
Él nos ampara, nos protege y nos cuida. Nos infunde el valor que, muchas veces,
nos falta.
Una de
las críticas más frecuentes a la fe y a los creyentes es ese viejo argumento de
que la religión no es más que una muleta, un soporte psicológico, un analgésico
emocional para personas con psique débil o impresionable. El concepto de
religión «aspirina» o muleta espiritual está muy extendido. A éste se le
contrapone la idea del hombre libre, autosuficiente, lleno de sí mismo, que se
basta y no necesita de un Dios que lo apoye y lo socorra. La desnuda intemperie
del ateo se presenta como una opción valiente, razonable y mucho más madura que
la confianza ilimitada del hombre de fe.
¿Es
esto cierto? ¿Confiar sólo en nosotros mismos significa la plenitud y la
madurez espiritual del ser humano? Si miramos hacia nuestra propia vida con
realismo, veremos que en nuestro interior laten deseos, pasiones, sentimientos
y proyectos quizás muy bellos, pero también descubriremos nuestra innegable y
rotunda fragilidad. Ansiamos mucho más de lo que nuestro pequeño mundo interior
puede ofrecernos. Nosotros no somos el infinito. No somos Dios. Pero, en
cambio, nuestro corazón tiene sed de Él. San Agustín lo experimentó y lo plasmó
como pocos en sus Confesiones.
Nuestra realidad más profunda es ésta: somos pequeñas conchas que anhelamos
llenarnos del mar entero.
Por eso
el hombre realista y abierto a la trascendencia sabe que puede confiar muy poco
en sus solas fuerzas y recurre a Dios. Nuestro espíritu reposa en Él, nuestra
existencia arraiga en su mismo ser. Y Dios siempre está cercano, dispuesto a
derramar su amor sobre nosotros. Confiar en él nos hace intrépidos y audaces,
capaces de lo que quizás nunca llegamos a soñar.
Quien
se abandona en sus manos, verá horizontes insospechados a lo largo de su vida.
Y no se dejará hundir cuando las dificultades lo amenacen y lo zarandeen.
Nuestra fuerza nos viene de Él.
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