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Salmo 34 (33)

De David

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre.

Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.

Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará.

El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.

Todos sus santos, temed al Señor, porque nada les falta a los que le temen; los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada.

Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor; ¿hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?

Guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella.

El Señor se enfrenta a los malhechores para borrar de la tierra su memoria.

Cuando el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo libra de sus angustias.

El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos.

Aunque el justo sufra muchos males, de todos le libra el Señor: él cuida de todos sus huesos. 

La maldad da muerte al malvado, y los que odian al justo serán castigados.

El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.


Gustad y ved

La estrofa de este salmo que repetimos, cantando, es de una belleza fresca y sorprendente. Gustad y ved. No nos habla de fe ciega, de conocimiento o de razonamientos. La bondad del Señor no sólo se sabe o se cree, sino que se gusta, se saborea, se palpa, se ve. La experiencia de Dios no se limita a nuestra mente, sino que rebasa el campo del pensamiento y empapa toda nuestra existencia. Dios nos habla a través del corazón y de los sentidos. Y su sabor es bueno. Su experiencia es dulce y vivificante. No nos adormece, sino que nos despierta y nos fortalece.

Quien experimenta a Dios en su vida rebosa, y no puede menos que prorrumpir en alabanzas. Irradia ese amor que lo llena. El contacto con Dios libera de temores, miedos, angustias. No sólo las aparta de nosotros: nos libera.

En el salmo también podemos ver la cercanía de Dios: un Dios al que podemos hablar y consultar lo que nos inquieta; él nos responde. Lejos de él esas concepciones de una divinidad distante, impersonal, neutra y alejada de los asuntos humanos. El Dios de Israel, el que transmiten los salmos, el Dios de nuestra fe cristiana, es personal, próximo, dialogante. Nos escucha y nos atiende. Nada de lo que es humano le resulta indiferente. «Ni un solo cabello de vuestra cabeza caerá sin que lo sepa», dice Jesús. Por eso, los creyentes tenemos motivos sobrados para la alegría, para el ánimo y el coraje. Tenemos motivos para «quedar radiantes» y no avergonzarnos de nuestra fe.

¿Hemos de temer a Dios?

«Todos sus santos, temed al Señor...» Esta es una actitud poco comprendida y a veces mal interpretada: el temor del Señor. ¿Qué significa temer a Dios? Para muchos, es reconocimiento de su grandeza y respeto ante su poder. Para otros, implica obediencia incondicional, sumisión. Para otros, adoración ante su misterio. Para los detractores de la fe es una forma de atar a los fieles para someterlos a los dictados de los líderes religiosos.

En muchos lugares de la Biblia se habla de este temor de Dios. ¿Cómo conjugarlo con las palabras que acabamos de pronunciar: «gustad y ved qué bueno es el Señor»?

Un teólogo dijo que temor de Dios no es espanto de él, sino miedo a perderlo, miedo a alejarse de él, miedo a romper con él. Es el temor a perder lo más valioso, lo más bello e importante de nuestra vida. Y este temor está fundado en un profundo amor. ¿Quién no sufre o teme perder lo que más ama?

«Nada les falta a los que le temen», «no carecen de nada». Estas frases me llevan a aquella tan conocida de Santa Teresa: «Sólo Dios basta»; «quien a Dios tiene, nada le falta». Creo que por aquí hemos de entender el «temor de Dios». Ha de ser el deseo de que jamás falte de nuestra vida, que siempre esté presente, cercano. Que todo cuanto hagamos sea ante su presencia, por él y con él. Porque Dios, lejos de ser un policía controlador de nuestros actos, es la presencia amorosa que llena de sentido y plenitud cada minuto de nuestra vida.

El Señor escucha al afligido

«Cuando el afligido invoca al Señor, él lo escucha». Muchas de nuestras oraciones están motivadas, como este salmo, por los problemas y dificultades que nos abruman. Cuando estamos desesperados clamamos a Dios. Pero Dios no es una pastilla o un opio que nos adormece y nos brinda un consuelo ilusorio. Dios tampoco nos va a sacar las castañas del fuego, como suele decirse. Quien de verdad quiera seguirle y comprometerse con él va a encontrarse con muchos obstáculos y rechazo de la gente.

Pero el salmo quiere darnos una visión más profunda de la realidad, que no se detiene en las meras tribulaciones y en la angustia. Quienes confiamos en Dios hemos de saber ver más allá. Cuando sufrimos porque intentamos ser justos, estamos compartiendo el dolor de Cristo. Cuando afrontamos el ataque de otros por querer ser coherentes y fieles, hay alguien que siempre nos apoya. Decía Gandhi que, «cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo». ¡Y es así! Él nos mira con amor y, aunque no parezca evidente, nos está apoyando y sosteniendo. Nos ama, nos defiende, nos da fortaleza y nos reserva un lugar junto a su corazón.

La estrofa que habla de los malhechores se refiere a aquellas personas que hacen mal, ciegas en su soberbia. Aunque parezca que el mal vence sobre la tierra, no es así. Con el tiempo, se verá que las semillas del mal mueren y son olvidadas, mientras que las del bien crecen y se expanden con los siglos. Reflexionemos en los personajes históricos que casi todos conocemos. En la historia podemos distinguir dos tipos de líder: por un lado, el guerrero dominador de pueblos, que ha ocupado muchas páginas en las crónicas escritas; y por otro lado, el líder pacífico, que no ha empuñado las armas, sino que ha esparcido un mensaje de amor, de paz y de conversión espiritual a las gentes. Estos líderes, que tal vez en vida pasaron más desapercibidos que los emperadores y guerreros, hoy siguen vivos en el alma de millones de personas. Para nosotros el gran líder, el gran pastor, ha sido y es Jesús. Su huella caló y sigue dando frutos hoy. En cambio, los líderes de la espada están muertos y su recuerdo yace enterrado bajo tumbas de piedra o en las páginas de los libros.

La justicia de la que hablan los salmos, sin embargo, no debe interpretarse como un juicio despiadado. Así lo haríamos los humanos, tan propensos a condenar. Es la consecuencia de sus actos la que hará perecer a quienes se rinden al mal. La justicia de Dios, en cambio, es generosidad con las personas que saben ser humildes: reconocen su realidad, sus límites, y la grandeza del Creador. Se saben falibles y necesitadas de amor y ayuda. Sólo desde la humildad se puede recibir el don de Dios.

¿Existe la justicia en la tierra?

«Aunque el justo sufra muchos males, de todos los libra el Señor... La maldad da muerte el malvado y los que odian al justo serán castigados».

Los versos de este salmo transmiten una idea de justicia que empapó la cultura de los antiguos hebreos y que llega hasta nosotros, los cristianos de hoy. Es la convicción de que el justo siempre termina siendo escuchado y recompensado. Por el contrario, quien obra mal acaba encontrando su ruina.

Sin embargo, vemos que en la historia de la humanidad y en nuestra vida esto no es siempre así. ¿Nos habla el salmo de una utopía irrealizable? ¿Son bellas palabras que sólo sirven para consolarnos?

Inútil sería el consuelo si, después de recitar esta oración, regresáramos a la vida real para descubrir que todo cuanto hemos creído y cantado fuera mentira. Y las escrituras sagradas no son falsas, sino que esconden profundas verdades que, a veces, nos cuesta ver con nuestra mirada un tanto superficial y empañada.

Necesitamos tiempo, calma y silencio para mirar el mundo, las personas y a nosotros mismos con paz, con esa mirada limpia que nos hará sabios, porque penetraremos más allá de la superficie de las cosas y comprenderemos lo que quizás en el trajín diario nos cuesta entender.

Con esa mirada profunda nos daremos cuenta de que Dios siempre está ahí, a nuestro lado. Que jamás nos abandona porque, como afirman los teólogos, si dejara un solo instante de mirarnos, desapareceríamos en la nada. Dios nos sostiene en la existencia, y no sólo eso: nos mira como madre amorosa, dispuesta a ayudarnos y a llenarnos la vida de plenitud siempre que le permitamos actuar en nosotros. Para esto hace falta humildad, y por eso el salmo dice: «que los humildes escuchen y se alegren». Sin humildad jamás podremos sentir y creer que Dios nos ama y nos cuida, de tal manera que es imposible no estar alegres y agradecidos. «Él cuida de todos sus huesos». Jesús dirá que ni el más fino de nuestros cabellos caerá sin que Él lo sepa. 

Cuando todo parece perdido, aún podemos refugiarnos en sus brazos. Unos brazos de madre, no de juez, que acogen y perdonan olvidando de la primera a la última de nuestras faltas: «El Señor redime a sus siervos; no será castigado quien se acoge a él».

¿Quién nos salva de verdad?

Hoy encontramos muchísima literatura, cursos, talleres y material audiovisual de autoayuda. Buena parte de todo este esfuerzo se centra en librar a las personas de su angustia vital. Una angustia que puede estar provocada por los problemas o circunstancias que nos acosan diariamente pero, en muchos casos, es fruto de una actitud ante la vida y los sucesos, que nos vuelve frágiles y nos hace zozobrar en medio del oleaje.

La humanidad ha alcanzado cimas muy altas en ciertas áreas del saber y disponemos de muchísimos recursos para afrontar los desafíos de la vida. Pero, con la proliferación de recursos y el auge tecnológico y científico también ha crecido la inseguridad en todos los aspectos. Padecemos inseguridad económica, miedo ante el futuro, ante la soledad, la pobreza o la guerra. Y padecemos estrés, un azote de nuestra cultura occidental, la sensación de estar corriendo hacia ninguna parte y una terrible falta de sentido que a veces nos hace ver la vida como una carga, vacía, efímera y absurda.

¿De dónde viene esta actitud? Quizás el origen de todo haya sido una sobrevaloración del poder humano, una soberbia y un alejamiento progresivo de Dios; un olvidarse que, detrás de todos los logros del hombre está la potencia invisible pero siempre presente de Dios.

En este contexto la Biblia, el libro de autoayuda más antiguo y quizás el mejor que existe, viene a darnos luz. No es un consuelo barato ni una ilusión. La Biblia no se anda con rodeos: no quiere deslumbrarnos con fuegos artificiales ni adormecernos entre humo de incienso. Los salmos de súplica surgen de realidades humanas de dolor, miedo y angustia sin paliativos. Pero al mismo tiempo reflejan una vivencia muy honda y real: la del hombre que ha encontrado a Dios y, con él, ha podido levantarse y seguir adelante.

El salmo nos dice que Dios siempre responde cuando clamamos a él. Es un Dios que escucha. Me libró de todas mis ansias: es un Dios liberador. El salmo no nos dice exactamente qué hace Dios para librarnos. Por experiencia sabemos que Dios no interviene en nuestra vida como un mago, eliminando los problemas con su varita. Pero su presencia nos conforta, nos anima y nos impulsa. ¿Cómo nos ayuda Dios?

Quizás la respuesta esté en los mismos versos del salmista: El ángel del señor acampa en medio de sus fieles... Dios no nos envía remedios, ¡él mismo viene en nuestro auxilio! Su ayuda es él. Se nos da, en persona, para acompañarnos, para estar a nuestro lado, para llenarnos con su vida. ¿Somos conscientes de que está con nosotros, dentro de nosotros, insuflándonos su aliento, sosteniéndonos en el ser, a cada instante?

Contempladlo y quedaréis radiantes. Ahí está el secreto: en la contemplación, en la oración silenciosa ante él. Respirar, agradecer la vida, sentir su presencia nos hará conscientes de que todo cuanto tenemos y somos es un don. En él vivimos, nos movemos y existimos. Estamos arraigados en él, que nos da la existencia y nos lo da todo... Esa certeza hace brotar la gratitud, y con la gratitud desaparecen el miedo y la angustia.

¡Cantemos! Dejémonos amar por el que es más íntimo que nuestra más profunda intimidad. Y su amor nos librará de la angustia y nos hará caminar erguidos, confiados, alegres y valientes. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.

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