De David
Pelea, Señor, contra los que me atacan, empuña el escudo y la adarga, levántate y ven en mi auxilio; di a mi alma: Yo soy tu salvación.
Sean confundidos y avergonzados los que atentan contra mi vida; retrocedan y sean humillados quienes traman mi derrota; sean como tamo al viento acosados por el ángel del Señor.
Pues sin motivo me escondían redes, sin motivo me abrían zanjas mortales. ¡Que les sorprenda el desastre imprevisto, que se enreden en la red que escondieron, y caigan dentro de la fosa!
Yo me alegraré con el Señor, gozando de su salvación. Todo mi ser proclamará: Señor, ¿quién como tú, que defiendes al débil del poderoso, al pobre y al humilde del explotador?
Señor, tú lo has visto, no te calles; Señor, no te quedes a distancia; despierta, levántate, Dios mío; Dios mío, defiende mi causa. Júzgame según tu justicia, Señor, Dios mío, y no se reirán de mí. No pensarán: ¡Qué bien, lo que queríamos! Ni dirán: ¡Lo hemos devorado!
Grande es el Señor, que desea la paz de su siervo. Mi lengua anunciará tu justicia, todos los días te alabará.
. . .
De nuevo encontramos al rey David en apuros. Pero ¿cuántos
de nosotros hemos tenido que afrontar situaciones semejantes? Injusticias,
ataques sin motivo o por causas injustificadas, abusos y humillaciones, explotación,
acusaciones falsas. Todos hemos sufrido alguna vez estos males inmerecidos, y
sentimos que nuestros enemigos, esas personas que nos desean mal, nos acosan
como leones, tendiéndonos trampas y deseando alegrarse con nuestro mal.
Es en estos momentos cuando brota en nosotros la indignación: este salmo es un grito indignado al cielo. ¡Señor, Dios mío, tú no puedes permitir eso! ¡Hazme justicia! Que pierdan mis adversarios, que fracasen sus planes, que reciban su merecido. Es una reacción natural, humana y necesaria, para defendernos del mal.
Pero David, siempre, recurre a su Dios. No es que adopte la actitud de víctima pasiva (la Biblia nos enseña que David nunca se quedó de brazos cruzados ante sus enemigos). Pero sí cuenta con la justicia de Dios. No quiere vengarse por su cuenta. Expone su caso ante el Creador y busca su ayuda. Esta es la diferencia y esta la enseñanza que nos transmite el salmo. Dios, en la oración, está atento a todo lo que nos pasa. Expongámosle nuestras angustias. Confiemos en él y busquemos, con él, la solución a nuestros problemas. No sólo los problemas «espirituales» y emocionales, sino toda clase de situaciones terrenas y prácticas. Con él, seguro que encontraremos la mejor salida.
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