Salmo de David
Yo me dije: «Vigilaré mi proceder, para no pecar con mi lengua; pondré una mordaza a mi boca mientras el impío esté presente». Guardé silencio resignado, enmudecí sin provecho; pero mi herida empeoró.
Y el
corazón me ardía por dentro; pensándolo me requemaba, hasta que solté la
lengua: «Señor, dame a conocer mi fin y cuál
es la medida de mis años, para que comprenda lo caduco que soy».
Me concediste un palmo de vida, mis días son nada ante ti; el hombre no dura más que un soplo. El hombre pasa como una sombra, por un soplo se afana, atesora sin saber para quién. Y ahora, Señor, ¿qué esperanza me queda?
Tú eres mi confianza. Líbrame de mis inquietudes, no me hagas la burla de los necios. Enmudezco, no abro la boca, porque eres tú quien lo ha hecho.
Aparta de mí tus golpes, que el ímpetu de tu mano me acaba. Escarmientas al hombre castigando su culpa; como una polilla roes sus tesoros; el hombre no es más que un soplo.
Escucha, Señor, mi oración, haz caso de mis gritos, no seas sordo a mi llanto; porque yo soy huésped tuyo, forastero como todos mis padres.
Aplácate,
dame respiro, antes de que pase y no exista.
. . .
Este salmo es una meditación profunda sobre la brevedad de
la vida humana y nuestra pequeñez ante Dios. La vida es un soplo, pasa como
una sombra... ¿De qué sirve afanarse y atesorar bienes?
Las palabras de este salmo resuenan en el Eclesiastés: vanidad
de vanidades, todo es vanidad y humo. Pero también las encontramos en
algunas enseñanzas de Jesús: Todos estos bienes que atesoras, ¿para quién
serán?
Vivimos tan metidos en el presente, y tan obsesionados por
la seguridad y el bienestar material, que no nos percatamos de lo poco que
somos, y de qué poco sirven tantos afanes. Si contempláramos nuestra vida desde
una perspectiva eterna, desde el cielo, comprenderíamos que no vale la pena
estresarse y angustiarse. Trabajar, sí, pero con tranquilidad, con paz, con
sensatez. Cuidando de nosotros y de nuestros seres queridos, haciendo el bien.
Volcando nuestro tiempo y esfuerzos en los bienes que no se pierden. Jesús lo
dice: No acumuléis riquezas ni tesoros en la tierra, donde la polilla los
roe, sino en el cielo, donde no hay carcoma ni polilla, y los bienes son
eternos.
¡Es una manera completamente distinta de vivir! Muy
diferente a la vida frenética, consumista y superficial que nos ofrecen los
medios de comunicación y las modas. Esta vida aparentemente nos llena y nos
ocupa, pero nos deja vacíos. Cuando la muerte nos golpea de cerca, la angustia
es enorme, y no sabemos cómo afrontarla. Por eso le damos la espalda al dolor,
a la muerte, al final inevitable. Preferimos no pensar.
La Biblia jamás nos enseña esto: nos hace mirar la realidad
cara a cara, incluso las realidades más incómodas, como nuestra fragilidad,
nuestra muerte, la insignificancia de nuestra vida. Al lado, nos hace
contemplar la grandeza de Dios. Y esto lo cambia todo.
Y ahora, Señor, ¿qué esperanza me queda? Tú eres mi
confianza. Líbrame de mis inquietudes...
Sólo la amistad con Dios, íntima y confiada, nos da la paz.
Sólo él nos libra de las angustias y los temores. Sólo en él reposamos. Él nos
da la fuerza para caminar, confiados, viviendo con la máxima plenitud, ese
trocito de vida que somos, largo o corto, tranquilo o agitado, lleno de
felicidad y también de dolor; ese pequeño relato dentro de la gran historia del
universo. Apoyados en su regazo, viviremos de otra manera. ¡Y vale la pena!
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