De los hijos de Coré. Cántico.
Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra, y los montes se desplomen en el mar.
Que hiervan y bramen sus olas, que sacudan a los montes con su furia: el Señor del universo está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
Un
río y sus canales alegran la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada. Teniendo a Dios en medio, no vacila; Dios la socorre al
despuntar la aurora.
Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan; pero él lanza su trueno, y se tambalea la tierra. El Señor del universo está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
Venid a ver las obras del Señor, las maravillas que hace en la tierra: pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos. «Rendíos, reconoced que yo soy Dios: más alto que los pueblos, más alto que la tierra».
El Señor del universo está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
. . .
La vida es cambio continuo y a menudo nos envuelve la
incertidumbre. Desde los albores de la humanidad el ser humano ha buscado
sentido a su vida, ideales o áncoras espirituales donde hallar una certeza
íntima, una seguridad que le permita construir sus sueños y levantarse con una
motivación cada día.
En tiempos de crisis esta necesidad de certeza es aún mayor.
Pero ¿en qué ponemos nuestra confianza? ¿Cuál es nuestro sustento espiritual?
En otras palabras podríamos decir: ¿a qué o a quién adoramos? ¿Cuál es el
puntal de nuestra fe?
Los pueblos de la antigüedad eran conscientes de los
avatares de la vida y del destino final de todo ser humano. Mediante ritos y
festejos buscaban formas de aplacar a los dioses, potencias naturales y
sobrenaturales que los sobrepasaban. La religión y la magia estaban
estrechamente ligadas.
Israel vivió otra experiencia. Su fe no se sustentaba en las
fuerzas de la naturaleza ni en los poderíos humanos. Los creyentes de Israel
comprendieron que todo cuanto existe, por grandioso que sea, está sujeto a un
poder mayor: el del Creador que todo lo ha hecho y todo lo sostiene en la
existencia. Lo que para otros eran dioses, para el israelita son criaturas,
obras maravillosas de un ser aún mayor. Es en este Dios único en quien el
hombre puede depositar su fe y su confianza. El mundo puede temblar y los
montes pueden desplomarse en el mar, pero no Dios. La buena noticia es que ese
Dios no es un tirano: Dios es amigo de la humanidad y le ofrece su refugio.
Dios existe y Dios está de nuestra parte: este es el mensaje
que se desprende de la vivencia de Israel, reflejada en estos versos del salmo
que cantan a un Señor todopoderoso. Es Señor del universo, es decir,
dueño de todas las fuerzas de la naturaleza. Pero también es señor de la
historia, por eso también recitamos que pone
fin a la guerra hasta el extremo del orbe.
Sí, Dios está con nosotros, es nuestro aliado, nos sostiene
y nos da la paz. Esta es la buena noticia y es la certeza que nos alegra y nos
refuerza en los tiempos más difíciles. Es un Dios peña, Dios alcázar, Dios
protector. Y su ciudad somos nosotros, santuarios hechos de piedras vivas.
Desde el bautismo somos templos consagrados a su amor; el agua bautismal nos
consagra y nos purifica, igual que consagraba la ciudad santa de Jerusalén.
Cada uno de nosotros es una morada donde Dios quiere habitar. Y quien se deja
habitar por él, verá cómo de su interior brotan
ríos de agua viva, como dijo Jesús, o correrán
un río y sus canales, como reza el salmo. Nuestra morada interior, abierta
a su amor, se verá irrigada por torrentes de una alegría que no se agota.
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