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Salmo 47 (46)

Salmo de los hijos de Coré. 

Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor altísimo es terrible, emperador de toda la tierra. 

Él nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones; él nos escogió por heredad suya: gloria de Jacob, su amado.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas: tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey, tocad. Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría. 

Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado. Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abrahán; porque de Dios son los grandes de la tierra, y él es excelso.

. . .

El salmo de hoy suele acompañar las lecturas de la Ascensión de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos, teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de ánimo de aquel que ve, reconoce y aclama la grandeza de Dios.

Qué fácil es admirarse ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes no hallan respuesta. Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el corazón enmudece.

Pero quien sabe ver detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador prorrumpe en exclamaciones como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que parece inefable: batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey. La admiración y la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una escultura o danzando con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la divinidad que alienta en cada ser humano.

El salmo llama a Dios rey. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía y sus profetas se resistían al yugo de los reyes. En su fe, únicamente Dios merece el título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no han doblado su rodilla ante ningún poder temporal, sólo ante Dios. Esta convicción tiene consecuencias profundas. Adorar sólo a Dios, que es amor y que desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y «respetos humanos», que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro espíritu. Adorar sólo a Dios supone descartar los ídolos, ¡y nos rodean tantos! Las monarquías y los poderes terrenales someten a las personas; debemos amoldarnos para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. Hemos de plegarnos a un pensamiento modelado para uniformizarnos, a unas ideas que nos engañan y que, lejos de construirnos, nos esclavizan. O bien hemos de someternos a unas leyes disfrazadas de justicia porque así lo han decretado quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento freudiano, matar a Dios signifique la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una imagen muy errada de Dios y olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el ser humano ocupa el lugar divino comienza una esclavitud terrible y a menudo arbitraria. El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.

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