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salmo 48 (47)

Cántico de los hijos de Coré. 

Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra: el monte Sión, confín del cielo, ciudad del gran rey; entre sus palacios, Dios descuella como un alcázar. 

Mirad: los reyes se aliaron para atacarla juntos; pero, al verla, quedaron aterrados y huyeron despavoridos. Allí los agarró un temblor y dolores como de parto; como un viento del desierto, que destroza las naves de Tarsis. 

Lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad del Señor del universo, en la ciudad de nuestro Dios: que Dios la ha fundado para siempre.

Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo: como tu nombre, oh Dios, tu alabanza llega al confín de la tierra. Tu diestra está llena de justicia: el monte Sión se alegra, las ciudades de Judá se gozan con tus sentencias. 

Dad la vuelta en torno a Sión, contando sus torreones; fijaos en sus baluartes, observad sus palacios, para poder decirle a la próxima generación: «Porque este es Dios, nuestro Dios eternamente y por siempre». Él nos guiará por siempre jamás.

. . . 

Para comprender bien este salmo hemos de viajar hacia el pasado y ahondar en la mentalidad de los pueblos del antiguo Oriente Próximo. Israel comparte con ellos una visión del mundo y de la divinidad, aunque poco a poco se vaya separando del politeísmo y abrace la fe en un solo Dios: Yahvé, su liberador y defensor.

La tierra era fundamental para ellos: tener un lugar donde arraigar, como árbol, y poder crecer, prosperar y tener descendencia. Por eso la ciudad madre, en este caso Jerusalén, era sagrada. Se consideraba un regalo de Dios, un don que había que cuidar y agradecer. Sión, la primitiva ciudadela de David, la colina donde se levantaría el templo de Jerusalén, es comparada a menudo con una doncella o una esposa, y Dios es el esposo amante que la corona de gloria. Personalizar el pueblo y la ciudad era algo muy habitual, una forma poética de demostrar la identificación de las gentes con su tierra.

En esta mentalidad antigua, cada pueblo tenía su dios protector que venía a habitar entre ellos, en su templo. Yahvé era el de Israel, y a él y sólo a él debían fidelidad los israelitas. Con el tiempo, los profetas y los sabios judíos comprendieron que no sólo era su único Dios, sino que era el único que existía, para todo el mundo y en cualquier lugar. Pero en los tiempos de la monarquía de Israel, Yahvé era el dios nacional, el campeón del pueblo, a menudo figurado como guerrero victorioso y defensor. Su lugar era el templo, sobre la colina de Sión.

Poder ante los enemigos y justicia y paz interna: este era el ideal del reino favorecido por Dios. Así, el salmo se recrea en las bellezas de la ciudad: sus torreones, sus baluartes y sus palacios. Los edificios son un signo del poder de Dios, al igual que el pavor de los enemigos que intentan, en vano, atacarla.

Ahora podemos entender mejor este salmo de alabanza a Dios, protector de Israel, rey de Jerusalén, y el deseo de que reine eternamente y por siempre, guiando al pueblo como un pastor.

Pero a nosotros, lectores y creyentes de hoy, ¿qué nos dice todo esto? Leámoslo así: nosotros somos Sión, somos Jerusalén, somos templo vivo de Dios. Si él habita en nosotros y reina en nuestra vida, nada ni nadie podrá abatirnos. Ni enemigos, ni las fuerzas del mal, ni los problemas que todos sufrimos en la vida, podrán derrotarnos ni apartarnos de él. Seremos monte santo, altura hermosa, alegría de la tierra. Tendremos paz y gozo, y podremos transmitirlo a los demás. Es la presencia de Dios la que santifica el templo y protege la ciudad. Es Dios, presente en nuestra vida, el que nos hace sanos y salvos, es decir, santos. Y nuestra vida, entonces, se convierte en una alabanza.

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