Salmo de los hijos de Coré
Oíd esto, todas las naciones; escuchadlo, habitantes del orbe: plebeyos y nobles, ricos y pobres. Mi boca hablará sabiamente, mi corazón meditará con prudencia; prestaré oído al proverbio y propondré mi problema al son de la cítara.
¿Por
qué habré de temer los días aciagos, cuando me cerquen y acechen los malvados, que confían en su opulencia y se jactan de sus inmensas
riquezas, si nadie puede salvarse ni dar a
Dios un rescate?
Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa. Mirad: los sabios mueren, lo mismo que perecen los ignorantes y necios, y legan sus riquezas a extraños. El sepulcro es su morada perpetua y su casa de edad en edad, aunque hayan dado nombre a países.
El hombre no perdura en la opulencia, es semejante a las bestias, que perecen. Este es el camino de los confiados, el destino de los hombres satisfechos: son un rebaño para el abismo, la muerte es su pastor, y bajan derechos a la tumba; se desvanece su figura, y el abismo es su casa.
Pero a mí, Dios me salva, me arranca de las garras del abismo. No te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada, su fasto no bajará con él.
Aunque en vida se felicitaba: «Ponderan lo bien que lo pasas», irá a reunirse con la generación de sus padres, que no verán nunca la luz.
El
hombre rico e inconsciente es semejante a las bestias, que perecen.
. . .
Este salmo podría calificarse de sapiencial, puesto que
expresa verdades atemporales: todos hemos de morir, no podemos hacer nada para
evitar la muerte. Somos rebaño para el abismo, y la muerte nos pastorea.
¡Una visión realista y un tanto escéptica! Algunos versos nos recuerdan el
Eclesiastés: ¡vanidad de vanidades, todo es vanidad! Ricos y pobres, sabios y
necios, todos acabaremos en la tumba. ¿De qué nos vanagloriamos?
También Jesús se hizo eco de este salmo en su parábola del
rico insensato, que construía graneros y hacía planes para vivir regaladamente.
¡Necio! Esta noche te será quitada la vida. Todo eso que acumulaste, ¿para
quién será? El salmo responde: no se llevará nada, su fasto no bajará con
él... a la fosa.
Los hombres confiados, satisfechos con sus éxitos y que
viven de espaldas a la muerte, preocupados por amasar una fortuna, son como
bestias, dice el salmo. Es una llamada a abandonar el materialismo y buscar
algo más que bienestar económico en esta vida.
Estamos en este mundo para algo más. Hay un verso de este
salmo que brilla entre los demás, como una brasa encendida entre las cenizas: Pero
a mí, Dios me salva, me arranca de las garras del abismo. Este verso es una
pequeña joya, una ventana abierta hacia la eternidad. Y, tal vez, un atisbo de
la resurrección.
Dios me salva, ¿de qué? Del vacío, del sinsentido, de la
necedad, del abismo. ¿Qué abismo? La muerte, la nada, la aniquilación total.
Hay una única salida, un único refugio, un único camino que nos salva de la
muerte total: lanzarse en manos de Dios. Porque, como nos recuerda Jesús en el
evangelio, nuestro Dios es un dios de vivos, y no de muertos. En él, que
es la fuente de la vida, tenemos vida imperecedera.
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