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Salmo 57 (56)

«No destruyas». Epigrama de David.

Cuando, huyendo de Saúl, se escondió en la cueva.

Misericordia, Dios mío, misericordia, que mi alma se refugia en ti; me refugio a la sombra de tus alas mientras pasa la calamidad. 

Invoco al Dios altísimo, al Dios que hace tanto por mí. Desde el cielo me enviará la salvación, confundirá a los que ansían matarme; enviará Dios su gracia y su lealtad.

Estoy echado entre leones devoradores de hombres; sus dientes son lanzas y flechas, su lengua es una espada afilada. 

Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria. Han tendido una red a mis pasos, para que sucumbiera; me han cavado delante una fosa, pero han caído en ella. Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme.

Voy a cantar y a tocar: despierta, gloria mía; despertad, cítara y arpa; despertaré a la aurora. 

Te daré gracias ante los pueblos, Señor; tocaré para ti ante las naciones: por tu bondad, que es más grande que los cielos; por tu fidelidad, que alcanza las nubes. 

Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria.

. . .

Para los psicólogos e intelectuales modernos, escépticos, salmos como este son infantiles. Son la oración de los débiles que, desesperados, gritan al cielo y lloran como pequeños que piden auxilio a sus padres. Y el Padre Dios, benevolente y protector, acude en su ayuda. 

¿Consuelo para débiles? Leamos el inicio del salmo: De David. Cuando, huyendo de Saúl, se escondió en la  cueva. Volvamos a la azarosa historia de este rey, a sus años vagabundos de guerrillero errante. David no era hombre débil ni rehusaba defenderse con las armas. Pero ante su rey, Saúl, jamás quiso levantar la mano. No poder defenderte de un enemigo al que respetas, pero sabes que te odia, es un buen aprieto.

David no era hombre débil ni pusilánime, pero conocía sus límites y, en cambio, reconocía la grandeza de Dios. Su confianza en él era ilimitada, y quizás este era uno de los pilares de su fortaleza. Acosado por los enemigos, echado «entre leones devoradores de hombres», aún le queda aliento para elevar un cántico de gratitud. 

¿Qué leones devoradores nos acosan hoy, a cada uno de nosotros? ¿Son reales o imaginarios? ¿Humanos o surgidos de nuestro interior? ¿Son poderosos o maniobrantes, de manera que nos atrapan en sus redes? ¿Podemos vencerlos solos? 

Nadie ha nacido para luchar solo en esta vida. Tanto si nos toca luchar, como celebrar; tanto si la vida es una batalla como una fiesta, un camino o una danza, necesitamos a alguien con quien compartir la brega, el trayecto, el ágape o el descanso. No podemos estar solos, y David también lo sabía.

Pero en ciertos momentos de la vida, sentimos la soledad. Y es entonces cuando no debemos olvidar la presencia, cercana, de Aquel que nos sostiene vivos, desde lo más íntimo y profundo de nuestro ser. 

La bondad de Dios es más grande que los cielos y la tierra. Más que las maldades humanas. Más que todos los problemas y dificultades que nos asedian. No lo olvidemos. Que nunca dejemos, como David, de tener un instante para elevar los ojos al cielo y cantar. De la invocación saldrá nuestra fuerza.

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