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Salmo 58 (57)

Al Director. «No destruyas». Epigrama de David. 

¿De verdad, poderosos, emitís sentencias justas? ¿juzgáis equitativamente a los humanos? ¡No!, que cometéis crímenes a conciencia imponiendo en la tierra la violencia de vuestras manos.

Se pervirtieron los malvados desde el vientre materno, los mentirosos se extraviaron desde el seno.  Tienen veneno como veneno de serpiente, de víbora sorda que se tapa el oído, para no oír la voz del encantador, del experto hacedor de hechizos. 

Oh Dios, rómpeles los dientes en la boca; quiebra, Señor, los colmillos a los leones.  Que se evaporen como agua que fluye, que se marchiten como hierba que se pisa. Sean como limaco que se deslíe al deslizarse; como aborto de mujer, que no llega a ver el sol. 

Antes de que echen espinas, como la zarza verde o quemada, arrebátelos el vendaval.  Goce el justo viendo la venganza, bañe sus pies en la sangre del malvado; y la gente dirá: «¡El justo cosecha su fruto; sí, hay un Dios que juzga en la tierra!».

. . .

Este salmo, de nuevo, nos choca por su violencia y por la rotundidad con que clama venganza contra los malvados. No deja de sorprender que sea un rey, un gobernante y juez, quien emita un juicio tan despiadado contra los poderosos de su misma casta. La autocrítica es mordaz y lo sitúa en la misma línea de los profetas.

Hay tres cosas contra las que todos los profetas pronunciaron palabras iracundas, incluido el mismo Jesús: la falsedad, la injusticia y la violencia.

Veneno como de serpiente: así son las mentes falsas que hablan palabras melosas llenas de engaño. Leones de colmillos afilados: así son los poderosos que se ceban en la injusticia y oprimen a los indefensos. David, usando imágenes poderosas, lanza sus conjuros contra ellos: que Dios parta sus dientes, que se evaporen, que se fundan y se derritan como gusanos, que mueran como abortos.

Nos repulsan estas imágenes, pero el salmista no pone paños calientes a las emociones. Todos hemos sentido esta rabia alguna vez, cuando hemos sido víctimas de la injusticia. La diferencia, quizás, es que reprimimos nuestra voz y nuestros sentimientos, por temor o por educación. Y es verdad que, ante el mundo, bueno es moderar las reacciones. Pero ante Dios...

Ante Dios podemos desahogar el alma. Ante Dios podemos gritar. Ante Él podemos lanzar diatribas y dar rienda suelta a nuestra ira y a nuestro dolor. Ante Dios no vale ocultar nada. Y en nuestra alma, muchas veces, anidan las sombras.

Él puede disiparlas, si le abrimos el corazón. No hay tiniebla que se resista a su luz poderosa. Él puede iluminar nuestro roto, herido y gastado corazón. Y el salmo termina con una sentencia rotunda: El justo cosecha su fruto, ¡Sí, hay un Dios que juzga en la tierra!  

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