Líbrame de mi enemigo, Dios mío; protégeme de mis agresores, líbrame de los malhechores, sálvame de los hombres sanguinarios.
Mira
que me están acechando, y me acosan los poderosos: sin que yo haya pecado ni
faltado, Señor, sin culpa mía, avanzan para
acometerme.
Despierta,
ven a mi encuentro, mira: tú, el Señor del
universo, el Dios de Israel. Despierta para castigar a los gentiles, no te
apiades de los traidores inicuos. (Pausa)
Vuelven al atardecer ladrando como perros, merodean por la ciudad. Mira: de su boca fluye baba, de sus labios, espadas: «¿Quién nos oirá?».
Pero tú, Señor, te ríes de ellos, te burlas de los gentiles. Por ti velo, fortaleza mía, que mi alcázar es Dios. Que tu favor se me adelante, Dios mío, y me haga ver la derrota de mi enemigo.
¡No
los mates, que mi pueblo no lo olvide; dispérsalos con tu poder, humíllalos,
Señor, escudo nuestro!
Por
el pecado de su boca, por el chismorreo de sus labios, queden apresados en su
insolencia, por la mentira y la maldición que profieren.
¡Destrúyelos
con tu furor, destrúyelos y dejen de existir! Sepan que Dios gobierna desde
Jacob hasta los confines de la tierra. (Pausa)
Vuelven
al atardecer ladrando como perros, merodean por la ciudad. Vagabundean buscando comida; si no se sacian, no se retiran. Pero yo cantaré tu fuerza, por la mañana proclamaré tu
misericordia, porque has sido mi alcázar y mi refugio en el peligro.
Y tocaré en tu honor, fuerza mía, porque tú, oh Dios, eres mi alcázar, Dios mío, misericordia mía.
. . .
Este es el tercer salmo de una pequeña serie (57, 58 y 59)
que sigue una misma tonada, indicada al comienzo: No destruyas. ¿Cómo
debía sonar? Podemos imaginar una melodía dramática, quizás apremiante, rítmica
e insistente. No destruyas: el sonido de una plegaria del hombre
desesperado ante Dios.
Volvemos a la historia de David. El encono de Saúl hacia él
marcó sus años jóvenes. Después de encumbrarlo, el rey, obsesionado por los
celos, persiguió a su joven trovador y guerrero con ánimo homicida. En su
huida, David se remuerde entre la ira y la lealtad que debe a su señor. Le
escuece la injusticia, pues él no ha hecho nada para merecer tanto odio. Se
siente acosado, acechado por perros rabiosos, y le indigna que algunos
delatores quieran entregarlo a manos del rey. Personas cercanas al monarca,
ancianos y jefes de algunas ciudades, quisieron traicionarlo. David consiguió
escapar a todas las asechanzas, y en esto supo ver la mano protectora de Dios.
Situaciones tan humanas nos pueden resultar muy cercanas a
casi todos, trasladadas al presente y a nuestras dificultades actuales. Muchas
personas se han sentido injustamente perseguidas, odiadas o acusadas. Experimentar
la traición y el acoso es una experiencia dura. Los deseos de revancha son muy
naturales.
Pero David, como siempre, distingue entre sus deseos y la
justicia divina. Una cosa es sentir, otra actuar. Y David deja que sea Dios
quien actúe: él hará justicia. Este salmo empieza y termina por un clamor de
ayuda y un acto de confianza. Cuando David toca el arpa y entona su cántico,
está proclamando su fe incondicional en el Dios que jamás le abandona. El solo
hecho de pedir y agradecer fortaleza su alma. Por eso estos salmos, que suenan
con tanta dureza, en el fondo son terapéuticos. Liberaron el corazón de David,
también pueden desahogar el nuestro, si los leemos con una mirada profunda y
trascendente.
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