Al director. Salmo de David. Cántico.
Oh, Dios, tú mereces un himno en Sion y a ti se te cumplen los votos en Jerusalén, porque tú escuchas las súplicas.
A ti acude todo mortal a causa de sus culpas. Nuestros delitos nos abruman, pero tú los perdonas. Dichoso el que tú eliges y acercas para que viva en tus atrios: que nos saciemos de los bienes de tu casa, de los dones sagrados de tu templo.
Con portentos de justicia nos respondes, Dios, salvador nuestro; tú, esperanza del confín de la tierra y del océano remoto. Tú que afianzas los montes con tu fuerza, ceñido de poder, tú que reprimes el estruendo del mar, el rumor e las olas y el tumulto de los pueblos.
Los habitantes del extremo del
orbe se sobrecogen ante tus signos y las puertas de la aurora y del ocaso las
llenas de júbilo.
Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales. Riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría. Las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses, que aclaman y cantan.
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En pleno verano, tiempo de cosecha, este salmo nos lleva a
nuestros campos de labor, dorados y muchos de ellos ya segados. Nuestra
civilización tan mecanizada ha perdido mucho de aquel sabor de la tierra, el
sudor del trabajo manual, la fragancia de las mieses batidas a mano o con el
trillo, la alegría del labrador por la cosecha recogida. El duro esfuerzo hacía
mucho más valiosa la recompensa y los frutos de la tierra eran celebrados con
fiestas.
El pueblo de Israel, que siempre vivía bajo la mirada de
Dios, no se olvidaba de él en estos festejos. El labriego ara, siembra, cava y
siega, pero quien hace crecer la semilla, quien trae la lluvia sobre los campos
e insufla vida en todo ser viviente, animal y vegetal, es el Creador. Por eso
en la alegría de la cosecha hay un tiempo de gratitud para Dios.
Hoy, aquellos que vivimos en ciudades nos dedicamos a menudo
a trabajos administrativos, burocráticos o mecánicos, cuyo resultado muchas
veces no vemos o no podemos apreciar. Bueno es tomar distancia y reflexionar en
el fruto de nuestro esfuerzo. En algunas profesiones es más fácil verlo, en
otras no tanto. Pero en todo, podemos contribuir a hacer el mundo un poco mejor
si trabajamos por amor y con amor. Y no dejemos de dar gracias a Dios porque,
finalmente, el que nos da la inteligencia, las fuerzas, la creatividad,
nuestros talentos propios, es él.
De la misma manera que riega la tierra y cubre las colinas
de pastos, también alimenta nuestro corazón y riega nuestro espíritu. Y lo hace
con la mejor comida y la mejor bebida: su cuerpo y sangre, que tomamos cada
domingo en la eucaristía. Ojalá, al salir de misa, cada uno de nosotros, como
esos páramos del salmo, rezumara abundancia de gozo y amor; ojalá saliéramos de
nuestras iglesias con el rostro y el alma orlados de alegría.
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