Al director. Cántico.
Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre; cantad himnos a su gloria; decid a Dios: ¡Qué temibles son tus obras!
Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre. Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres.
Transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río. Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente. Sus ojos vigilan a los pueblos para que no se subleven los rebeldes.
Pausa.
Bendecid, pueblos, a nuestro Dios, haced resonar sus alabanzas, porque él nos ha devuelto la vida y no dejó que tropezaran nuestros pies.
Oh, Dios, nos pusiste a prueba, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas un fardo: sobre nuestro cuello cabalgaban los mortales; pasamos por fuego y agua, pero nos has dado respiro.
Entraré en tu casa con víctimas y cumpliré mis votos: los que pronunciaron mis labios y prometió mi boca en peligro. Te ofreceré víctimas cebadas con el perfume de los carneros, inmolaré bueyes y cabras.
Pausa.
Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. Bendito sea Dios, que no rechazó mi suplica, ni me retiró su favor.
. . .
Se dice que la admiración despertó en el hombre el
sentimiento religioso y también la inquietud filosófica. Ante la contemplación
del mundo circundante, de la naturaleza grandiosa, de la fuerza indomable de
los elementos, el ser humano se siente pequeño y espoleado por un íntimo afán:
saber más, conocer más, desentrañar el misterio que late tras el tapiz del
mundo visible.
Más allá de la naturaleza y el mundo tangible, el hombre
religioso adivina otra realidad trascendente. Para el hebreo, el mundo es
admirable, pero mucho más lo es Dios, que lo ha creado. En la religión judía, y
también en la cristiana, hay una clara distinción entre Creador y criatura; no
se diviniza la naturaleza, sino a Aquel que la ha hecho. El creyente adora al
divino autor, no a su obra.
Pero, además de la naturaleza, hay otro campo donde Dios
muestra su poder: la historia humana. El Dios de Israel —nuestro Dios— no es un
autor que se limita a contemplar su obra desde la distancia, sino que
interviene en la vida de sus criaturas. Cuando estas sufren, obra proezas en
favor de los hombres.
El salmista se siente estremecido: ¡Qué temibles son tus
obras! Es consciente de la limitación humana y su incapacidad para superar
ciertas situaciones. El salmo alude a la esclavitud de Israel bajo el yugo de
otros pueblos: nos echaste a cuestas un fardo: sobre nuestro cuello
cabalgaban los mortales, pasamos por fuego y agua. Si alguien puede
liberar, ese es Dios. Y quien ha experimentado la liberación, desborda de
gratitud. De ahí ese afán por ofrecer víctimas y sacrificios, ofrendas gratas a
Dios, a la manera en que se hacía en las antiguas religiones.
Dios no sólo ha hecho maravillas en el cosmos, sino en ese
pequeño y a la vez inmenso universo que es cada persona. Fieles del Señor,
venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. Existir, ser
engendrados y nacer con un alma prendida en nuestro barro humano ya es un
milagro. Pero si cada uno de nosotros deja, además, que Dios vaya modelando su
vida, iluminando su recorrido vital; si dejamos que él penetre nuestro corazón
y guíe nuestros pasos, entonces el asombro exultante y la gratitud serán mucho mayores.
Porque nuestro gran artista Dios no desea otra cosa que hacer de nuestras vidas
un caudal incesante de amor y belleza.
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