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Salmo 67 (66)


El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.

. . .

En un mundo hipercomunicado, como este en que vivimos, parece que una de las formas preferidas de diálogo es la crítica, el comadreo y sacar a relucir las miserias y trapos sucios de los demás. En las calles, en las comunidades vecinales y parroquiales, entre amigos, en los platós de televisión, en las redes sociales... en todas partes reinan los murmullos y las acusaciones. El mal-decir se ha convertido en un hábito fuertemente arraigado.

Y el salmo de hoy, justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos habla del bien-decir: de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la bendición de Dios.

Mal hablar de alguien implica sospecha, desconfianza, incluso celos y odio. ¡Actitudes demasiado frecuentes! En cambio, la bendición presupone un proceso interior de despertar y agradecimiento. Podemos alabar algo o a alguien cuando somos conscientes de su belleza y su bondad, del bien que nos proporciona, de la verdad que nos transmite. Muchas veces nuestra alma está embotada y nuestra mente aturdida bajo montañas de basura informativa y sentimientos mezquinos. Necesitamos hacer limpieza interior. Bendecir nos puede ayudar. Quizás nos cueste sentir esa gratitud, ese gozo que empujó al poeta a componer salmos tan bellos. Pero las mismas palabras de loanza, en nuestros labios, podrán operar un cambio en nuestro corazón. Una bendición también puede limpiarnos el espíritu.

Y, ¡qué poco se bendice hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo desafían, lanzando hacia él las culpas de las responsabilidades humanas. Cuántas veces los seres humanos nos comportamos como niños inmaduros y no queremos asumir el peso de nuestras decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos y sacudimos los fracasos encima de los otros, o encima de Dios. El salmista nos recuerda que Dios es justo y bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es decir, paz y concordia para los pueblos.

Recitemos despacio y muy conscientes los versos de este salmo, que nos habla de la alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el mundo y palpita en nuestra misma existencia. Todo cuanto vemos y experimentamos, incluso las realidades incomprensibles de dolor y sufrimiento, todo está sostenido por Dios. Él todo lo abarca y lo acoge, con la firme voluntad de salvarlo todo.

Ojalá toda la humanidad dejara entrar a Dios en su interior. Porque entonces, como dice el salmo, él regiría todas las naciones con justicia. Allí donde realmente está Dios, no hay guerras, ni odio, ni hambre. En otras palabras, donde se deja entrar a Dios, reina su única e imperecedera ley: la del amor.

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