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Salmo 70 (69)

Al Director. De David.

En conmemoración. Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme. Sufran una derrota ignominiosa los que me persiguen a muerte; vuelvan la espalda afrentados los que traman mi daño. 

Retírense avergonzados los que se ríen de mí. Alégrense y gocen contigo todos los que te buscan; y digan siempre: «Dios es grande», los que desean tu salvación.

Yo soy pobre y desgraciado: oh Dios, socórreme, que tú eres mi auxilio y mi liberación. ¡Señor, no tardes!

. . . 

Señor, ¡no tardes! Cuando nos sentimos en aprietos y sabemos que alguien nos quiere hacer daño, cuando el mal nos acosa, tenemos varias opciones: resistir, desesperarnos o atacar. El salmista siempre nos ofrece una vía diferente: confiar en Dios.

Pero no es una confianza ciega ni resignada. Nadie confía en alguien que no conoce, o del que no tiene pruebas de que merece confianza. Una oración es una flecha lanzada al cielo: siempre hay la esperanza de que llegue a diana. Y el cielo es muy grande... ¡Dios es grande! Allá donde apuntemos, tocará su corazón. Lo importante es lanzar fuerte; lo único necesario es dirigir nuestra oración con toda nuestra intención y con franqueza.

Y sí, la oración, como este salmo (¡y tantos otros!) no excluye nuestros sentimientos. Rezar no es sólo dar rienda suelta a nuestras emociones positivas o benévolas: también incluye las emociones y los deseos negativos, como la venganza o la justicia. En este salmo, se desea la derrota del enemigo, incluso una derrota vergonzosa. Hay un deseo natural de ver al adversario pateado por tierra. Pero es esto: un deseo. No le pide a Dios que lo derrote, sino que sea derrotado. ¿Cómo? Ya se verá; la vida da muchas vueltas. Lo que es importante aquí es la total confianza en el Señor.

Alégrense los que te buscan: este salmo nos habla de buscar. Jesús más tarde diría: buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. Quien busca a Dios, es encontrado por él; quien llama al cielo, verá una puerta abierta. 

Tú eres mi auxilio y mi liberación: esta frase resume maravillosamente la experiencia de salvación de Dios. Cuando dejamos que él intervenga en nuestra vida salva, ayuda y libera. Dios no es un juez opresor ni una fuerza que aplasta, sino un padre bueno que nos socorre en los apuros y nos devuelve la libertad.

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