A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre. Tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído y sálvame.
En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías, siempre he confiado en ti.
Muchos me miraban como a un milagro, porque tú eres mi fuerte refugio. Llena estaba mi boca de tu alabanza y de tu gloria todo el día. No me rechaces ahora en la vejez; me van faltando las fuerzas, no me abandones.
Porque mis enemigos hablan de mí, los que acechan mi vida celebran consejo; dicen: «Dios lo ha abandonado; perseguidlo, agarradlo, que nadie lo defiende».
Dios mío, no te quedes a distancia; Dios mío, ven aprisa a socorrerme. Que fracasen y se pierdan los que atentan contra mi vida, queden cubiertos de oprobio y vergüenza los que buscan mi daño.
Yo, en cambio, seguiré esperando, redoblaré tus alabanzas; mi boca contará tu justicia, y todo el día tu salvación, aunque no sepa contarla. Contaré tus proezas, Señor mío; narraré tu justicia, tuya entera.
Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas; ahora, en la vejez y las canas, no me abandones, Dios mío, hasta que describa tu poder, tus hazañas a la nueva generación. Tu justicia, oh Dios, es excelsa, porque tú hiciste maravillas: Dios mío, ¿quién como tú?
Me hiciste pasar por peligros, muchos y graves: de nuevo me darás la vida, me harás subir de lo hondo de la tierra; acrecerás mi dignidad, de nuevo me consolarás.
Y yo te daré gracias, Dios mío, con el arpa, por tu lealtad; tocaré para ti la cítara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor; mi alma, que tú redimiste; y mi lengua todo el día recitará tu justicia, porque quedaron derrotados y afrentados los que buscaban mi daño.
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El profeta Jeremías parafrasea los versos del salmista,
afirmando que Dios lo escogió antes de formarse en el vientre materno y que nada
ni nadie podrán contra él. En el evangelio, Jesús inicia su vida pública
presentándose como Mesías y anunciando la salvación del Señor en la sinagoga de
Nazaret. San Pablo en su carta a los corintios proclama su hermoso himno al
amor, lo único perfecto, lo que no pasa nunca, lo que prevalece incluso por
encima de la fe y la esperanza.
Ese amor es la roca y el refugio de quienes han escuchado y
atendido la llamada de Dios. Decir que Dios llama desde el vientre materno es
una forma de expresar que desde el mismo instante en que nacemos a la
existencia, él nos mira con inmenso amor y nos invita. La vocación imprime una
marca indeleble y profundísima: a quien la sigue, le cambia la vida de forma
irreversible. La llamada se graba a fuego en el alma de quien escuchó la voz de
Dios.
Quien es llamado también ha de saber que, como le sucedió a
Jesús, y como les sucedió a los profetas, se topará con dificultades,
incomprensión y rechazo, incluso por parte de sus seres más allegados. También
sentirá el cansancio del desgaste y la vejez. Será consciente de sus fallos y
su debilidad. Pero Dios no abandona a sus elegidos. A quien sigue su voz, le da
toda su fuerza; aún más, se le da Él mismo. Los cristianos, hoy, deberíamos ser
conscientes de que todos somos llamados a ser profetas, y sacerdotes y reyes, añadiría San Pablo. Todos somos elegidos,
todos somos amados y bendecidos. Y Dios, ¡creámoslo!, está dispuesto a darnos
todo cuanto tiene para que podamos cumplir nuestra misión, que no es otra que
dispensar su amor, su alegría, su liberación, a todo el mundo.
No seamos sordos. No pensemos que la vocación es para otros.
Cada cual es llamado, ¡abramos los oídos! Y no temamos a nada ni a nadie,
porque Dios, como reza el salmo, será nuestra roca, nuestro castillo, nuestra
salvación. Muchas personas estarán en contra nuestra si somos fieles a
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