Salmo de Asaf.
¡Qué bueno es Dios para el justo, Dios para los limpios de corazón! Pero yo por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas: porque envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados.
Para ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas, ni sufren como los demás. Por eso su collar es el orgullo, y los cubre un vestido de violencia; de las carnes les rezuma la maldad, el corazón les rebosa de malas ideas.
Insultan y hablan mal, y desde lo alto amenazan con la opresión. Su boca se atreve con el cielo. Y su lengua recorre la tierra. Por eso se sientan en lo alto y las aguas no los alcanzan. Ellos dicen: «¿Es que Dios lo va a saber, se va a enterar el Altísimo?». Así son los malvados: siempre seguros, acumulan riquezas.
Y dije: ¿para qué he limpiado yo mi corazón y he lavado en la inocencia mis manos? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana? Si yo dijera: «Voy a hablar con ellos», renegaría de la estirpe de tus hijos.
Meditaba
yo para entenderlo, porque me resultaba muy difícil. Hasta que entré en el santuario de Dios, y comprendí el destino
de ellos. Es verdad: los pones en el
resbaladero, los precipitas en la ruina.
En un momento causan horror, y acaban consumidos de espanto. Como un sueño al despertar, Señor, al despertarte desprecias sus sombras.
Cuando mi corazón se agriaba y me punzaba mi interior, yo era un necio y un ignorante, yo era un animal ante ti. Pero yo siempre estaré contigo, tú agarrarás mi mano derecha; me guías según tus planes, y después me recibirás en la gloria. ¿No te tengo a ti en el cielo?
Y contigo, ¿qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne; pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo. Sí: los que se alejan de ti se pierden; tú destruyes a los que te son infieles.
Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor Dios mi refugio y contar todas tus acciones en las puertas de Sión.
. . .
Ah, Señor. Me esfuerzo por ser bueno, por ser justo, por no hacer daño a los demás. Y mi vida está llena de aprieto y conflictos, fatiga y pobreza. En cambio, estos hombres orgullosos, que no creen en ti, que te desprecian, ellos medran y suben muy alto. Tienen poder, manipulan a las gentes y dominan el mundo. Se ríen, son felices, ¡se creen dioses! Y las cosas les van bien... ¿No es injusto, Señor? A los que nos esforzamos por ser honrados, todo se nos tuerce y, en cambio, los ambiciosos que viven de la mentira cosechan éxito tras éxito. ¡El mundo parece suyo! ¿Por qué sucede esto, Señor?
Estos pensamientos del salmista Asaf podrían ser los
nuestros. Un día y otro nos escandaliza cómo los poderosos cometen atropellos
sin recibir un castigo. Acabamos envidiándolos. Quién tuviera... quién
pudiera... quién estuviera donde están ellos, disfrutando de sus riquezas y su
bienestar, ganadas injustamente. Así se nos agría el corazón.
Su
boca se atreve con el cielo y su lengua recorre la tierra. Por eso se sientan en lo alto y las aguas no los alcanzan. Ellos dicen: «¿Es que Dios lo va a saber, se va a enterar el
Altísimo?». Así son los malvados: siempre
seguros, acumulan riquezas.
No entendemos nada. La vida contradice nuestras creencias:
ni el malvado recibe castigo ni el justo premio. ¿Qué hacer?
Pero el poeta sigue: me amargo pensando todo esto, hasta que entro en tu santuario, Señor. Cuando nos sentamos ante Dios y vemos las cosas desde su perspectiva, todo cambia.
Meditaba yo para entenderlo, porque
me resultaba muy difícil. Hasta que
entré en el santuario de Dios, y comprendí el destino de ellos.
Desde la trascendencia entendemos que la riqueza de los
malvados de nada sirve. No los hace crecer, sino que los pertrecha. No les da
vida; se la quita. Son tan humanos como cualquiera, sometidos al mismo temor y
a la misma muerte. Un día perecerán y ¿qué será de todo cuanto hicieron? Viven
sostenidos en humo.
En cambio, el hombre humilde, que conoce a Dios y se sostiene en él, tendrá una vida plena: Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio y contar sus obras.
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