Somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es
Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades.
. . .
En la mentalidad de hoy, en la que el individuo es exaltado
y su autonomía parece la máxima aspiración, las palabras de este salmo pueden
provocar cierto rechazo.
«Somos ovejas de su rebaño.» La simple palabra «ovejas» nos
resulta incluso despectiva, sinónimo de persona adocenada, sin criterio propio,
sumisa y obediente.
Y, sin embargo, el salmo canta con palabras exultantes esa
pertenencia al rebaño del Señor. «Somos suyos»: esta frase no debe ser leída
como sinónimo de esclavitud, sino en el sentido de pertenencia que embarga a
los que se aman. «Soy tuyo» son palabras de amante que se entrega a su amado.
Somos de Dios porque él nos ama y nunca nos abandona.
Este salmo también da respuestas a aquellos que creen que
Dios existe, sí, pero que está muy lejano y que es indiferente a sus criaturas.
Oímos a menudo decir: «el mundo está dejado de la mano de Dios». Existe una
sensación de pérdida, de soledad. Somos huérfanos, Dios no escucha. El salmo
viene a contradecir esto. Dios sigue siendo padre, cercano, amoroso, atento.
Pero no grita ni pisa nuestra libertad. Dios está cerca de aquellos que lo
buscan y se abren a Él.
El gran drama del hombre no es que Dios lo haya abandonado,
sino que él ha abandonado a Dios. La gran tragedia humana no es la esclavitud,
sino haber utilizado la libertad para alejarse de Aquel que es su misma fuente.
El hombre no está sometido por Dios, sino por sí mismo. Quien deja de servir a
Dios con alegría, cae bajo el yugo de los hombres.
En cambio, la cercanía a Dios rompe todas las cadenas y hace estallar la alegría. De ahí la exclamación del salmo: «Aclama al Señor, tierra entera».
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