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Salmo 102 (101)

Oración de un afligido que, en su congoja, desahoga su pena ante el Señor. 

Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame enseguida.

Que mis días se desvanecen como humo, mis huesos queman como brasas; mi corazón está agostado como hierba, me olvido de comer mi pan; con la violencia de mis quejidos, se me pega la piel a los huesos. 

Estoy como lechuza en la estepa, como búho entre ruinas; estoy desvelado, gimiendo, como pájaro sin pareja en el tejado. 

Mis enemigos me insultan sin descanso; furiosos contra mí, me maldicen. En vez de pan, como ceniza, mezclo mi bebida con llanto, por tu cólera y tu indignación, porque me alzaste en vilo y me tiraste; mis días son una sombra que se alarga, me voy secando como la hierba. 

Tú, en cambio, permaneces para siempre, y tu nombre de generación en generación. Levántate y ten misericordia de Sión, que ya es hora y tiempo de misericordia.

Tus siervos aman sus piedras, se compadecen de sus ruinas; los gentiles temerán tu nombre; los reyes del mundo, tu gloria. Cuando el Señor reconstruya Sión, y aparezca en su gloria, y se vuelva a las súplicas de los indefensos, y no desprecie sus peticiones. 

Quede esto escrito para la generación futura, y el pueblo que será creado alabará al Señor. Que el Señor ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte. Para anunciar en Sión el nombre del Señor, y su alabanza en Jerusalén, cuando se reúnan unánimes los pueblos y los reyes para dar culto al Señor. 

Él agotó mis fuerzas en el camino, acortó mis días; y yo dije: «Dios mío, no me arrebates en la mitad de mis días». Tus años duran por todas las generaciones: al principio cimentaste la tierra, y el cielo es obra de tus manos. 

Ellos perecerán, tú permaneces; se gastarán como la ropa, serán como un vestido que se muda. Tú, en cambio, eres siempre el mismo, tus años no se acabarán. 

Los hijos de tus siervos vivirán seguros, su linaje durará en tu presencia.

. . .

Un hombre enfermo, solo, abandonado y, además, acosado por sus enemigos, clama a Dios. ¿Cuántas veces nos hemos sentido así en la vida? Ya no sólo aquejados de males físicos, sino faltos de compañía y, encima, bajo la presión de quienes desean hacernos daño.

El salmo evoca dos situaciones, una historia personal y la historia colectiva del pueblo. David se sintió así cuando su hijo Absalón le arrebató el trono y él tuvo que huir de Jerusalén, insultado y despreciado por muchos. Comer ceniza es señal de duelo profundo. El pueblo judío se sintió así en el exilio, añorando regresar a su tierra y reconstruir su templo amado.

En contraste con la miseria humana, el salmo canta la grandeza de Dios. Tú permaneces para siempre; tú, que eres eterno, levántanos y devuélvenos nuestro lugar, nuestro santuario. En un plano más íntimo, rogamos a Dios: devuélveme la salud, devuélveme al lugar al que pertenece mi alma, restáurame allí donde quiero y debo estar. Ayúdame a recuperar mi fuerza, mi identidad, mi lugar.

Todo pasa, todo se degrada y perece. Hasta los montes y los cielos, que para nosotros son imagen de eternidad, de fortaleza inmutable, también se gastarán como un vestido que se muda. Y es cierto: todo en este universo acabará algún día, aunque lejano para nosotros. Dios, que está fuera del tiempo, permanece. Por eso nuestra alma, que tiene una parte de naturaleza divina, ansía estar con él. Conectados a él tenemos paz y recuperamos la salud y el ánimo. Con él cimentamos las raíces de nuestra existencia. Y podemos erguirnos y cantar.

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