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Salmo 84 (83)

Al director. Según la oda de Gat. De los hijos de Coré.

Dichosos los que viven en tu casa, Señor. ¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! 

Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.

Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo, Rey mío y Dios mío. 

Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre. Dichosos los que encuentran en ti su fuerza y tienen tus caminos en su corazón.

Cuando atraviesan áridos valles, los convierten en oasis, como si la lluvia temprana los cubriera de bendiciones; caminan de baluarte en baluarte hasta ver al Dios de los dioses en Sión.

Señor de los ejércitos, escucha mi súplica; atiéndeme, Dios de Jacob. Fíjate, oh Dios, en nuestro Escudo, mira el rostro de tu Ungido.

Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa, y prefiero el umbral de la casa de Dios a vivir con los malvados. Porque el Señor Dios es sol y escudo, el Señor da la gracia y la gloria; y no niega sus bienes a los de conducta intachable. Señor del universo, dichoso el hombre que confía en ti!

. . .

El ser humano, desde su nacimiento, anhela un hogar. No sólo el hogar físico, materno y familiar, del que procede, sino una casa espiritual, un terreno en el que plantar las raíces de su alma y crecer, alimentado y a la vez impulsado hacia su plenitud.

Las personas inquietas que buscan ese hogar a menudo se sienten extranjeras, fuera de lugar, siempre en camino. Es difícil encontrar un lugar en el mundo cuando el alma está hambrienta y la cultura que nos rodea no ofrece verdadero alimento que sacie y fortalezca.

«Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor»: este verso del salmo expresa perfectamente la avidez y la búsqueda de quienes tienen hambre de eternidad y plenitud. ¿Quién colma esa ansia? ¿Quién sacia? ¿Quién acoge? ¿Dónde está ese hogar anhelado? En el regazo de Dios.

Podríamos hacer nuestras las palabras de san Agustín: «nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti».

Las moradas del Señor son esa patria espiritual a la que tiende el espíritu humano. Son deseables, y deliciosas. El salmo dice, «Dichosos los que viven en tu casa, Señor». También podríamos decir: dichosos aquellos que alojan en su casa a Dios. Dichosos los que le abren el corazón y lo hacen su huésped predilecto.

Cuando acogemos a Dios en nuestro interior, corazón y carne «retozan», como dice el salmo. No sólo nos llenamos de alegría, sino que incluso físicamente adquirimos más fuerza, más salud, más firmeza. Dios sana el cuerpo y el alma; ambos se regocijan en su amor.

«Dichosos los que encuentran en ti su fuerza». Son muchos los que buscan y no encuentran, o se ven engañados y despistados en esta búsqueda. Quieren apoyarse en falsas certezas, en seguridades ficticias. Nuestra debilidad natural nos hace vulnerables. Siendo realistas, veremos que no somos grandiosos ni invencibles. Necesitamos apoyo. Y, ¿qué mayor apoyo que el del mismo Dios? Con él, citando a San Pablo, todo lo podemos. Con él a nuestro lado, ¿quién podrá hacernos daño? Con él, los débiles nos hacemos fuertes, los inconstantes, tenaces; los vacilantes, intrépidos; los abatidos, entusiastas.

Siempre que necesitemos fuerza, valor, energía, podemos invocar a Dios. Tomemos las palabras de este salmo y hagámoslas nuestras. Él siempre escucha. Las puertas de su casa están permanentemente abiertas. Su amor nos invita.

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