Cántico. Salmo de los hijos de Coré. Al Director. Sobre «La enfermedad». Sobre «La aflicción». Poema del ezrajita Hemán.
Señor, Dios Salvador mío,
día y noche grito en tu presencia; llegue hasta ti mi súplica, inclina tu
oído a mi clamor. Porque mi alma está colmada de desdichas, y mi vida está
al borde del abismo; ya me cuentan con los que bajan a la fosa, soy como
un inválido.
Estoy libre, pero camino
entre los muertos, como los caídos que yacen en el sepulcro, de los cuales ya
no guardas memoria, porque fueron arrancados de tu mano. Me has colocado en lo
hondo de la fosa, en las tinieblas y en las sombras de muerte; tu cólera
pesa sobre mí, me echas encima todas tus olas. (Pausa)
Has alejado de mí a mis
conocidos, me has hecho repugnante para ellos: encerrado, no puedo salir, y
los ojos se me nublan de pesar. Todo el día te estoy invocando, Señor, tendiendo
las manos hacia ti.
¿Harás tú maravillas por
los muertos? (Pausa)
¿Se alzarán las sombras
para darte gracias? ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia, o tu
fidelidad en el reino de la muerte? ¿Se conocen tus maravillas en la
tiniebla, o tu justicia en el país del olvido?
Pero yo te pido auxilio,
Señor; por la mañana irá a tu encuentro mi súplica. ¿Por qué, Señor, me
rechazas y me escondes tu rostro?
Desde niño fui desgraciado
y enfermo, me doblo bajo el peso de tus terrores, pasó sobre mí tu ira, tus
espantos me han consumido: me rodean como las aguas todo el día, me envuelven
todos a una; alejaste de mí amigos y compañeros: mi compañía son las
tinieblas.
Cuántas personas se sienten así. Quizás también tú, lector,
muchas veces. Enfermos, inválidos, impotentes. Y Dios ¡parece tan lejano!
Muchos son los que, ante la enfermedad, la desgracia o la pérdida, se enojan
con el Creador. Creen que los castiga, que se ensaña con ellos: me doblo
bajo el peso de tus terrores, pasó sobre mí tu ira. ¿Cuántas veces hemos
oído frases como estas? Dios lo permite, él sabrá por qué. Dios me ha enviado
esta desgracia. Dios me castiga, Dios me pone a prueba. No es de extrañar que,
al final, muchos piensen que nuestro Dios es malo.
Otros abandonan la fe y caen en el abismo del sinsentido. La
vida es una tragedia, un foso oscuro, donde no hay más que bracear,
desesperados, intentando sobrevivir. La vida es lucha hasta la muerte. Ya te
resignes, ya te rebeles, no hay nada que hacer.
De aquí salen actitudes resignadas, fatalistas o airadas
contra el mundo. Hay quienes viven enfadados; otros derrotados. Ira y tristeza
son dos caras de una misma moneda.
El salmista recoge una tercera vía que se aleja de estas
actitudes. Por un lado, se desahoga sin reparo: ante el dolor, no vale reprimir
la queja. Los salmos no retienen nada: todo el sufrimiento, el lamento y la
rabia humana se expresan en los versos del salterio. Pero, ante las pruebas, el
salmista elige un tercer camino, que no es resignación ni furor: el de la
confianza.
A pesar de todo, aún le queda la voz. Y la eleva a Dios, confiando
que será escuchado. Habla con él, argumenta ante él, pide, suplica, recuerda. No
rechaza a Dios ni lo ignora; tampoco se resigna a ser una víctima del furor
divino. Señor, en el mundo de los muertos nadie puede alabarte. ¿Te alegraría
vernos a todos morir? ¡Eso no puede ser! Señor, devuélveme la salud, la
alegría, el vigor, para que pueda darte gloria con mi vida.
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