Oración de Moisés, hombre de Dios.
Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Antes que naciesen los montes o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios.
Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: «Retornad, hijos de
Adán». Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; una vela nocturna.
Si
tú los retiras son como un sueño, como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la
siegan y se seca. ¡Cómo nos ha consumido tu cólera y nos ha trastornado tu
indignación!
Pusiste nuestras culpas ante ti, nuestros secretos ante la luz de tu mirada: y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera, y nuestros años se acabaron como un suspiro [...]
¿Quién conoce la vehemencia de tu ira, quién ha sentido el peso de tu cólera? Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos; por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas. Que tus siervos vean tu acción y sus hijos tu gloria.
Baje a
nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. Sí,
haga prósperas las obras de nuestras manos.
. . .
Este salmo sorprende por su crudo realismo. Algunos de sus
versos resultan muy actuales. ¿Quién no se ha estremecido más de una vez,
considerando cuán rápido pasa el tiempo, cuán frágil es nuestra vida, qué poca
cosa somos ante la muerte? Los existencialistas fueron conscientes de esta
limitación de la vida humana y la sufrieron con angustia hasta la náusea. Sí,
da vértigo pensar que no somos eternos, que antes de ser engendrados no
existíamos y que, un día, dejaremos de vivir. ¿Por qué nos asustan tanto estos
límites?
La sed de eternidad es connatural al ser humano. Y por eso,
desde tiempos inmemoriales, el hombre ha buscado algo —o alguien— más allá de
la existencia terrenal, más allá de la realidad física, palpable y finita. El
pueblo judío descubrió en esta búsqueda a Dios. Solo Él puede saciar esta sed
de infinitud, sólo Él puede mitigar nuestra angustia y darnos paz para vivir
dentro de nuestros límites. Porque Él, como bien reza este salmo, es eterno,
infinito e inmortal. «Tú eres», dice el primer verso, y esto nos lleva a
aquellas otras palabras del Señor a Moisés: «Yo soy el que soy». El único que es en total plenitud, sin límites.
La sabiduría de los salmos, y de la Biblia en general, no es
mera erudición ni conocimiento científico, ni siquiera filosofía elaborada. Es
una «sabiduría del corazón», esa que nos enseña a contar nuestros días, aceptar
nuestros límites y reconocernos como somos: ni dioses, ni todopoderosos, ni
independientes. Pero esta sabiduría no se limita a ser realista en cuanto a la
condición humana. Si sólo nos quedamos con esto, nos llevaría al vacío, al pesimismo desesperanzado y a la
tristeza, y esto no puede colmarnos jamás. La sabiduría del corazón es la que,
además, reconoce a Dios. No basta con saber que somos limitados: hemos de saber
que Dios está junto a nosotros. Y Él, que es amor inmenso y desbordante, nos
sostiene y sacia nuestros anhelos más profundos. Junto a la menudencia humana está
la grandeza de Dios: esta ha sido y es la experiencia de muchos santos.
Reconocer esta doble realidad y abrazarla es un fundamento firme para vivir con
paz.
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